Por Juan Alonso
Arranca la melodía con una palabra hueca y moja su carita en el agua de la ventana. Mientras se burla de mí, en su canción no me puedo librar de su hechizo y me arrastra hacia las nubes de sal y de hastío.
Gran afano, gran chorizo.
Se aleja con el viento que samarrea las paredes: sobretodo viejo. Ni el hilo de su sombra vive acá. Ni la baba de su angustia. Ni su risa ni su cara larga, ni su mirada azul de perro que buscaba siempre un hueso. Todo se ha ido de mí. Está enteramente muerta.
Se cae el cielo, el mundo, la tierra bajo los pies, y eso que llaman destino. Se cae todo lo que alguna vez fue. Se desploma el idealismo: los espejos manchados con sangre, los trozos de papel, las cartitas, las fotos, los recuerdos grises, el rímel, el montón de peines abandonados en el tacho de basura. Los cabellos atizados por la mugre.
Las estrellas de una ciudad ajena, las excusas, los no, la arena, los pliegues del amor que nunca fue.
Y llega como invitado funerario, con café en mano, el primo hermano del olvido. Un señor enjuto que no habla al pedo.
En su ritual de velas, se parece a una muerte. A una mosca pegagosa sobre el cadáver de un viejo.
A una esponja de piel de cocodrilo.