La ceremonia del té
¿Qué aporta la ceremonia del té a un buen matcha? En puridad muy poco; este polvo de té fino y profundamente verde se convierte en una bebida de sabor reconfortante por simple disolución en agua caliente –no hirviente– ayudado por cualquier batidor.
Me he aficionado a un matcha de buena calidad, que encargo en Japón pero nunca he llegado a imitar la ceremonia al mismo nivel que los nipones. Eso sí, busco un recipiente precioso para servirlo, aunque si descubro algún defectillo en su superficie, tiendo a pasarlo por alto y rara vez me paro a admirarlo dándole tres vueltas ante mis ojos.
Bato el te con un batidor de metal, no de bambú y cuando se forman posos en la taza, pues lo bebo con muchas pausas, me basta dar un par de giros a la cucharilla. Si los gusto sin premura es por preferencia inconsciente, pocas veces busco algo en ello. Quizás sólo sea porque mi matcha está muy rico y quiero prolongar el placer.
¿Qué diferencia puede haber entre mi matcha y el preparado en una casa de té japonesa como Dios manda? Seguramente sólo la actitud con el que es recibido y entregado; y eso marca todo un mundo de diferencias. En otras palabras: la diligencia en la preparación transforma la experiencia subjetiva, aún sean mismas las substancia. El té sigue siendo té, pero mis ojos lo miran de otra forma. Y dado que siento mi vida más como una sucesión de experiencias subjetivas a las que doy significado que analizando substancias, parece que me va a merecer la pena aprovecharme de las ceremonias.
De monjes y curas
Permíteme ahora proseguir con la imagen de mi carta anterior: el rezo de los monjes, pero contrastándola con una parecida: el rezo de los curas. Voy a decir, simplificando muchísimo y acortando más aún que monjes y sacerdotes diocesanos han de rezar los mismos salmos. Está ordenado así por ley eclesiástica y, de hecho, siguen un mismo libro: el diurnal y las mismas normas.
La diferencias empieza cuando los monjes entran en fila en la capilla, cantando himnos. El cura, en la mesa de su despacho, busca entonces el diurnal de entre otros muchos. La capilla monacal huele a cirio e incienso, un hermano ha pasado una hora preparándola; el lugar del cura no tiene más aromas que los de la oficina y, si acaso, el del ambientador. Dan comienzo los laudes: el cura, sentado, selecciona a base de estampitas y marca-páginas las oraciones necesarias y sólo entonces lee. El monje, en armonía con su comunidad lee, medita y canta. Se levanta, se arrodilla y se siente y emplea cada gesto en su momento justo. Curas y monjes siguen un ritual, pero sin duda el de los monjes es más intenso. También tiene mayores costes: el cura, dándose prisa, puede tardar diez minutos o cumplir con el precepto en el metro, rezando sin articular palabra; los monjes dedicarán a la adoración lo mejor de su día.
De caricaturas a realidades
Mi ejemplo anterior es una caricatura, pero dicho eso la vocación propia del monje es la oración y la del sacerdote es la de ser un nudo más en la red del cristianismo para beneficio de la comunidad a la que ha sido enviado. Viven diferentes realidades, bien, mal o regular, según los casos y es lógico que adapten los medios de forma más o menos consciente.
A lo que nos importa a nosotros, podemos ver que existe una economía de medios entre la dedicación al ritual y los resultados que se esperan obtener. Esto es especialmente importante porque una oficina son ocho horas de trabajo diario y ni los monjes de la verdadera adoración continua con copyright duran tanto en oración continua.
La estructura de un ritual
Veamos ahora los elementos estructurales más simples del ritual en el corazón de un devoto, para a partir de ellos construir algo que nos pueda ser útil a nuestros fines.
Yo los reduzco a tres.
- Un acto de ruptura con el mundo ordinario
- Unos elementos separados del mundo ordinario
- Una mente preparada a conciencia para un fin concreto