Revista Literatura
Nunca deja de sorprenderme esta naturaleza.
Un enorme cuervo, con sus familiares puntas de alas como dedos, atraviesa a media altura la carretera. Izquierda a derecha. Sigo su vuelo y justo ahí se abre una salida, cambiando la nacional de asfalto por un camino salvaje.
Y como ya he terminado los recados, pongo el intermitente y giro el coche por el desvío; parece que lo siguiera. Con el automóvil a 3km/h aparece un sembrado marrón, donde veo aterrizar al imponente cuervo. Ya hay otros dos, que se yerguen por completo observando mi coche por el camino. Tres centinelas negros a los que les calculo una altura de un niño de tres años, como poco. O sólo el contraste de su brillante negro sobre el brillante marrón.
Sigo el camino para ver cuánto de lejos me introduce en la espesura.
A pesar de la velocidad reducida, lo delicioso es que no puedo contarlo. La batería del smartphone (¡1%, conecte su cargador) impide ninguna foto para un Instagram posterior. Estamos solos, el coche, los cuervos que dejo atrás, el camino de tierra y yo.
Un minuto después la espesura del bosque invade el parabrisas y las ventanas.
Nunca deja de sorprenderme esta naturaleza. El monte en el sur es desabrido y áspero, aunque no hubiera sido consciente de esas características. Es un bosque donde todos son pinos, pinos replantados, propios y extraños, pinos que siembran agujas crujientes en verano sobre la reseca tierra marrón claro, con unas pocas zarzas. En invierno, con la lluvia y la niebla, el monte del sur se tapiza de tréboles verdosos con su falsa percepción de colchón blando y dulce, pero la tierra sigue estando durísima por debajo. Pero todo está lleno de bichos. Mariposas, moscas, libélulas, saltamontes, lagartijas, pájaros moviéndose entre las ramas, el rumor insistente del viento en las hojas de aguja.
El bosque del norte tiene árboles de hoja caduca, con un tapiz mullido de hojas marrones que cubre una tierra negra, húmeda, también blanda. Si te caes, sí es un colchón y no la ilusión de uno. Las zarzas florecen más alto y más ancho, el musgo sube por los troncos de casi todos los árboles, la sensación es de espesura de cuento medieval. Y con la niebla, parece que Gandalf estuviera a punto de salirme al encuentro. El silencio es disinto, el viento tiene un rumor apagado en las hojas anchas. Y una evidente desaparición de seres vivos atareados. O no los veo.
Con el coche felizmente parado en un ensanche del camino, soy la única que parece moverse entre los árboles. El móvil muerto evita cualquier posibilidad de foto.-postal.
La civilización está a tres minutos pero no lo parece. Y eso es maravilloso. Casas tres curvas más atrás o la carretera con tráfico moderado; todo ha desaparecido.
Se oye el graznido de paso de uno de los cuervos. Eh, que esta sigue ahí, la veo.
Empieza a llover.