Bien, allí estaba yo esperando el gran momento que tanto había ansiado, pero que también me aterrorizaba. Todo el equipo revisado y a punto. Me dijeron que cuando se abriera la puerta del avión no debería pensarlo mucho, saltar sin pensar, saltar sin pensar. Y eso ocurrió, coloqué en mi cabeza la imagen de mi hijo, que es lo que más quiero en el mundo, miré las nubes y, ¡banzaaai! Es una sensación única la de lanzarse en paracaídas, caer a esa velocidad con el mayor de los vientos golpeando en el rostro mientras gritas con todo el alma. El suelo se acercaba más, más, llegaba el momento de tirar de la anilla. Uno, dos, tres, ¡ya! La mente se me quedó en blanco, mejor dicho, en negro, negro de vacío y muerte. Volví a tirar y nada. Otra vez, nada. Nada. “Es el fin”, pensé. El paisaje, antes minúsculo y bello, crecía de una forma muy peligrosa, se acercaba. Entonces vi un punto brillante allí abajo. Cayendo, se fueron perfilando mejor sus formas, hasta que distinguí una cámara en su trípode, diríase de oro, y junto a ella un tipo, diríase feliz, ya que me sonreía, haciéndome el gesto de OK con la mano. ¡Qué gracia le hizo que me fuera a machacar contra el suelo! Después, bajó el lomo y metió la cabeza tras el aparato y me enfocó. Pulsó un botón y en ese momento todo paró, Yo me quedé inmóvil en el aire, que también quedó inmóvil, rodeado de todo, también inmóvil. Eso señora, es lo que ocurrió. Comprendo que no me crea, de hecho, me alegraría si no me creyera, al menos sería algo. Pero lo entiendo. ¿Cómo va escuchar alguien a una fotografía de una exposición?
Torcuato González Toval