El secreto

Publicado el 01 marzo 2011 por Chirri
- ¿Qué tal esa resaca inspector?
- Muchas gracias Lola, hija, es que yo creo que últimamente Thomas hace honor a su apellido y sirve mucho garrafón, porque la verdad es que tampoco bebí tanto ayer.
- Perdóneme que le contradiga inspector, pero usted se bebió hasta el agua del florero donde puse las rosas rojas, que me regaló mi novio por el día de San Valentín.
- ¡ Ay Lola, Lolita! Que exagerada que eres, ¿tu no serás de la tierra de María Santísima? Anda ponme un guisquicito para empezar bien el día, que la mancha de mora, con otra verde se quita.
Mientras, en la grasienta televisión del Búho bizco, la cadena oficial del régimen, alababa el papel que jugaron en la transición ciertos padres de la patria, en especial los del mismo pelaje que los que en este momento gobernaban, varios eméritos personajes, algunos ya en silla de ruedas, desfilaban delante del congreso de diputados, expuestos al populacho para su mayor gloria y alabanza, el mismo populacho que antaño hubiera pedido su cabeza, más bien su pescuezo apretado por unas cuantas vueltas de garrote vil, cosas de los tiempos.
- Lo que es la vida. –Exclamé. –Yo podría o más bien, debería estar allí entre ellos.
- ¡Hala! Inspector de verdad que esta vez se ha pasado, dígame ¿Qué es lo que hizo usted para merecerlo?
- Si, no te rías, yo también aporté mi granito de arena en la historia de este país, la transición democrática me debe en cierta manera algún reconocimiento.
- Cuénteme, ande, a lo mejor algún día cuando se muera ponen una estatua de bronce con su imagen, donde puedan acudir las palomas a hacer sus necesidades encima.
Corría el año 1976, yo alternaba el estudio de la oposición para entrar en la policía, con varios trabajos que hacía por libre para una empresa cuyo dueño era T.L. que luego me enteré tuvo mucho que ver con el devenir de mi aventura y con la historia alrededor del personaje oculto de la trama.
Pues bien, recibí el encargo de acercarme a Buitrago del Lozoya y recoger un paquete, luego debía regresar a Madrid y llamar por teléfono a la agencia donde me darían la dirección final de entrega, de momento como adelanto me entregaban para gastos quinientas pesetas, luego haríamos cuentas del resto de mis emolumentos.
Como por aquel entonces era más pobre que una rata, me encaminé a la calle de Alenza, donde salían los autocares para la sierra norte, me hice con un billete y antes de montarme en el autocar, en el quiosco de la estación, adquirí un ejemplar de Cuadernos para el dialogo, tan de boga por entonces. Ya dentro del vehículo, intenté ponerme cómodo mientras leía en la revista, las reacciones de la clase política ante la última homilía del Cardenal Tarancón. A pesar de vivir cerca del Pozo del Tío Raimundo y de la magnifica obra del padre Llanos, mi agnosticismo me dictaba que tanto en esta transición, como en la historia, había habido siempre demasiadas opiniones del clero, que en ningún caso se les habían demandado.
Enfrascado en estos pensamientos, el viaje se me hizo realmente corto, el autobús me abandonó en la calle mayor del pueblo y arrebujado en mi trenka, pues estábamos a finales de Febrero, me dispuse a preguntar por la casa del señor Eugenio A…
Lo bueno del espíritu castellano, es que la gente parece hosca, pero realmente están deseando echarte una mano, enseguida me indicaron la casa que andaba buscando, al parecer este señor era una institución en el lugar, con el transcurrir del tiempo, incluso le pondrían un museo en su honor.
Llamé a la puerta con los nudillos, y me abrió una anciana que me hizo pasar al interior, acogedor por la buena temperatura que caldeaba una chimenea con unos grandes tizones de madera de roble, al poco, apareció este señor que me hizo entrega de un paquete, algo más pequeño que una caja de zapatos, confirmó conmigo mis instrucciones y me dio cien pesetas para que me tomase algo en el bar de la plaza mientras aguardaba al autocar de regreso a Madrid.
Realmente agradecido ante su gesto, apreté amistosamente la mano que me ofreció y salí a la calle empedrada de camino hacia la parada, el viaje de regreso, fue igual de monótono como el de ida, evitando los intentos de mi vecino de asiento por entrar en una conversación por la que no tenía ninguna intención que mantener, siempre odié a las personas que intentan implicarte en banales conversaciones sin conocerte de nada. Afortunadamente, parapetado detrás de mi revista conseguí llegar “indemne” a Madrid y corrí a la primera cabina telefónica que encontré en un bar, compré unas fichas y marqué el número que me facilitaron para la entrega.
- ¿Oiga? Llamo para entregar un paquete que he recogido en Buitrago.
- Perfecto, vaya usted a la Avenida del Generalísimo 376 y en el Bar Pinilla, pregunte por Isidoro.
No me pillaba muy mal, era la misma línea de metro, hasta la plaza de Castilla y luego andar un poco, me introduje en el suburbano y en los viejos vagones rojos llegué a mi nuevo destino, una vieja taberna de paredes alicatadas y amarillentos carteles taurinos.
- Buenas tardes. ¿Isidoro, por favor?
- El que está jugando al petaco es.
- Gracias.
Me acerqué a un individuo vestido por una cuarteada cazadora de cuero y boina negra que aporreaba con relativa violencia a la máquina del millón.
- Buenas tardes Isidoro, traigo este paquete desde Buitrago.
- Perfecto, sígueme.
Así lo hice y en la puerta del bar se introdujo en un gris motocarro que había aparcado, me hizo una seña para que me sentara junto a el.
- Pero…
- ¿Tú quieres cobrar, macho?
- Claro que si.
- Pues adentro, que es gerundio.
No entendí muy bien la aplicación del tiempo verbal, pero si la cobranza dependía de entrar en el vetusto vehículo, lo tenía claro, me encogí como pude para acomodarme en su interior, mientras, de un par de pisotones, mi compañero de viaje arrancó el motor y seguidamente nos pusimos en marcha Generalísimo abajo.
En esta España del último cuarto del siglo, la arteria principal de Madrid, era la única calle que quedaba por asfaltar, el transitar con un motocarro por el adoquinado de la calle, hacía que hasta el último átomo de mi cuerpo se viera sacudido y agitado como un coctel de Chicote.
Giramos en Cibeles y por fin dimos paso al asfalto de la calle de Alcalá, nos adentramos en el Retiro y delante del Florida Park aparcamos aquel engendro mecánico.
- ¿Tú crees que nos habrán seguido?
- ¿Quién?
- ¿Eres gallego o algo sordo?
- ¿Yo?
- Bueno, déjalo y sígueme.
Nos introdujimos en las cuadriculadas calles del barrio de Salamanca y en un lujoso portal de repente, se introdujo por la escalera principal, enseguida nos echará el portero, pensé, él con esas pintas proletarias y yo con mis hechuras de estudiante progre, el portero raudo nos indicará el camino de la escalera de servicio. Ante mi extrañeza, el portero al ver a mi acompañante, le dedica un cálido saludo.
- Salud, camarada.
- Salud.
Y nos abre la puerta del ascensor, cada vez más intrigado por lo que estaba observando, me agarré a la caja y me introduje en él, en el cuarto piso, por fin se detuvo y llamó al timbre de la puerta, un melodioso carillón hizo eco y la mirilla se abrió al instante. Verificada la identidad de mi acompañante, se abrió la puerta y entramos al piso, donde nuestros pasos se iban marcando por el sonido de la brillante madera que íbamos pisando, en una sala capaz de abarcar todo el piso donde vivía, me hicieron entrar, allí ¡por fin! pude hacer entrega del dichoso paquete.
La odisea mereció la pena, me hicieron entrega no de quinientas pesetas, que era lo acordado, sino de mil, por lo que mis ojos comenzaron a brillar de alegría, me encaminé a la salida y reflejado en uno de los grandes espejos de la habitación, observé en la sala contigua a alguien que nunca hubiera esperado ver en ese lugar, ni siquiera en esta ciudad.
Había rumores, se decía, porque él lo había así anunciado, que estaba en España, que había retornado del exilio, que iba a forzar a las autoridades la entrega del pasaporte español, pero al fin y al cabo, todo eran habladurías, pero yo me acababa de convertir en un privilegiado, podía confirmar que todo era cierto, allí estaba, a pesar de la peluca que intentaba componer adecuadamente encima de su monda cabeza y que yo era el mensajero que se la acababa de traer, Santiago Carrillo, estaba en Madrid.
Inmediatamente giré la vista al frente, intentando que nadie notara que era partícipe de su secreto, tenía miedo que si se daban cuenta, pudiera quedar prisionero y me aplicaran mil y una torturas, encerrado en alguna checa como las que hasta el hartazgo, el anterior régimen nos había mostrado su panoplia de tormentos que esa gente era capaz de aplicar.
Ya en la calle, respiré por fin aliviado, había superado la prueba indemne, a pesar de todo, el camino hacia mi casa se me hizo eterno, de vez en cuando me detenía y volvía la cabeza atrás para comprobar si era seguido.
- Y esta es la historia, bella Lola, como verás yo también tengo un trozo del Valhalla de los héroes de la transición.
- Que simpático es usted y que inmodesto, no creo que el ser transportista de peluquines, sea para que le den una medalla.
- Más de lo que tu te crees, bella paloma, más de lo que crees, sobre todo, cuando ves con angustia como un muro infranqueable la oposición para entrar en la policía y eres dueño de un secretillo que te puede dar un empujón más que notable en la culminación de tus aspiraciones de entrar en el cuerpo.
Y lanzándola un beso con la palma de la mano, salí del Búho Bizco camino de la comisaría.
Sigo compartiendo los maravillosos personajes creados por Javir y su blog Al Sol, además de haceros partícipes de los recuerdos de aquella época tan importante en la historia más cercana de España, que me perdone Santiago por haberle traicionado, espero que con el transcurso de los años, el rencor se haya diluido.