El ser de la concha

Publicado el 22 junio 2010 por Jlmaldonado

Se movía en sus adentros con su carne aprisionada en la concha. Sus antenas encorvadas en el espacio reducido hacían espirales para sentirse más a gusto. De vez en cuando echaba una mirada a ver en dónde estaba, porque a la marea a veces le daba por ajustarlo a una piedra en algas peinadas. Se arrastraba pausadamente sin ánimos de moverse, como si el poco movimiento que hacía laceraba la frágil arena testigo del tiempo. Su presencia era casi imperceptible como el atrevimiento fantasmal de los muertos. La luz que deja ver una pequeña porción de su cuerpo se adhiere sin medida a su savia pegajosa.
De pronto vino otra ola que de un tajo lo sumió en la corriente. El instinto innato de su ser lo redujo al tamaño mismo de su concha, pareciendo no lo que era, sino una insignificante piedria devastada, brillosa. Los espirales casi marmóreos se multiplicaron en su revuelta formando un remolino sobre sí mismo. El agua salobre que ansiaba sus adentros, los adentros de aquella piedrita, horadó fallidamente lo que no pudo conocer en semejante oportunidad. Sólo este privilegio le compete al oceánico eco que se apodera del pasado mismo de la carne que un día reinó en sus entrañas. Si tienes corazón y cerebro, ¿por qué te entregaste tan fácilmente? Debiste usar tu invertebrado cuerpo para zafarte de los vidrios que ahora te sirven de soporte y el ligero vaivén que sientes en tu armadura -que te extraña tanto por su débil embestida- viene del agua mansa desconocida de tu vientre. Ahora obsérvate a ti mismo en la absurda tranquilidad de esta pecera. Todos te admiran por limpiarla en su interior con la paciencia de un desahuciado. Pasas todo el día en ir y venir de un borde a otro. Los peces ni te huelen ya... Eres un caracol igual a todos: inmensamente aburrido.