Avanzaba poco a poco cual Admunsen azotado por la nieve, tratando de no golpear ni una sola de las bolsas para evitar que la basura cayese por el hueco roto.
Entonces, en un instante, otra de las bolsas se rompió. Por suerte sólo se rompieron las asas y no se desparramó nada de basura, con lo que me vi en medio de la calle tratando de volver a coger las nueve bolsas de nuevo, pero esta vez sosteniendo una de ellas sin el asa. ¿Por qué no volví a casa y cogí una bolsa nueva? Supongo que porque me era más cómodo seguir adelante con todo antes que volver y retroceder al hogar. Así que continué, y redoblando mis esfuerzos y adquiriendo dotes casi de equilibrista alcancé los cubos de basura un par de minutos después.
No te he contado este episodio tan emocionante de mi rutina diaria porque se me estén acabando las ideas para el blog. La verdad es que veo que en mi vida no hago más que acumular más y más bolsas de proyectos, de planes, de obligaciones que no pueden ser ignoradas, de agobios constantes, de prisas. Me veo sosteniendo montones de bolsas diferentes cada día y haciendo malabares para cumplir con todo y con todos. Me veo haciendo constantes equilibrios por la cuerda floja, metido en mil y un jaleos que me roban la paz y me quitan la vida. Me veo en la piel del hombre moderno.
Ese hombre moderno, ese hombre de hoy, ese hombre que vive acelerado, que no se concede un solo minuto de reflexión. Las bolsas de basura para él se hacen cada vez más pesadas y llega un punto en que no hace sino arrastrarlas por el suelo dejando un reguero de podredumbre. Ha abandonado -que no dejado- su casa, y cuando se le arruinó el primer proyecto se le rompió la primera bolsa y no fue capaz de volver atrás a por una bolsa nueva. Siguió empeñado en hacerlo todo solo y en sus fuerzas, trató de llegar a los contenedores por sí mismo. Los contenedores, que no eran sino un lacónico guiño de la imagen que tenía de sí mismo.
El hombre moderno, que hizo valer aquella falsa premisa de que su voluntad era más fuerte que el mundo. Creyó que las bolsas no eran una prueba que tenía que superar, sino un sucio truco del destino que podía vencer y que le haría más grande que ninguno. No era capaz de entender la promesa y esperar, y su insatisfacción la atribuía siempre a que no tenía todo lo que quería. Siempre quería más y ese querer-nopoder era un pozo dentro de su alma.
Es verdad que era un hombre enteramente libre a los ojos de sus congéneres. Es verdad que su vida parecía plena y lo tenía todo para ser feliz. Pero era también verdad que luego cayó tan duramente que quiso volver a la matriz de la cual salió, pero no supo encontrar el camino de vuelta. Ese fue el momento en que desparramó todas las bolsas por el suelo y se encontró desnudo, a solas consigo mismo. En ese momento pudo salvar su alma. Pudo coger la senda estrecha que le devolvía a casa a todo lo que es noble y bueno. Pudo cargar más tarde con las bolsas y desechar aquellas bolsas innecesarias, siempre que no lo hiciera solo.
Pero el hombre moderno eligió volver a cargar con todas las bolsas, herido por la vanidad. Pagado de sí mismo, eligió la soledad en esta tierra. Muy cierto es que decidió en su libertad, pero al final ese hombre nunca alcanzó los contenedores. Y ese es el sitio al que pertenecen las bolsas de basura.
Creo no ir demasiado lejos cuando digo que no soy un hombre moderno. Y cuando volvía después de depositar las bolsas en el contenedor me sentía perfectamente ligero, porque sabía que tenía un hogar y siempre podía volver a casa, al lugar en el que nací, crecí y moriré.