Anciano en pena (En el umbral de la eternidad), Vincent Van Gogh
Se entendían con sólo mirarse. Él sabía exactamente lo que ella iba a decirle apenas salieran del cuarto, y ella, lo que estaba pensando su hermano mayor ante la escena que gravemente contemplaba. Hacía años ya que ambos sabían bien que su padre nunca sería el mismo de antes sin su Perla, por más que ellos hubieran hecho esfuerzos sobrehumanos por consolarlo y acompañarlo desde que su madre murió sorpresivamente aquel verano del 2001.
Cuentan las chusmas del barrio que el sordo, tal como lo llamábamos todos, era pintón, y que andaba de acá para allá con su señora del brazo, los dos bien emperifollados y perfumados. Cuando nos mudamos, Perla ya no estaba, y el sordo era apenas una sombra que salía dos o tres veces por día de su casa. La primera, a la mañana, a barrer la vereda y a cuidar de las plantas del cantero alrededor del árbol en la puerta de su departamento alquilado. La segunda, a comprar comida hecha en la rotisería de Marta. Nunca se las había arreglado para cocinar desde que su mujer murió, y Marta le preparaba lo que le gustaba con poca sal y le daba algo de charla. Esa era toda su comida del día. Por la tarde, salía a dar una última vuelta a la manzana, y luego se encerraba antes de que cayera el sol. Los vecinos de la propiedad horizontal en la que penaba los días se quejaban de que se quedaba hasta altas horas de la noche escuchando la radio a todo volumen. Era evidente que al sordo lo carcomía el insomnio desde que enviudó.
Una vuelta me lo encontré en el supermercado de la china, comprando yerba, azúcar y unos bizcochos para el mate, y me preguntó alarmado si los precios estaban bien. Andaba desorientado con los aumentos de estos últimos meses.
Hace unas semanas me tocó el timbre un mediodía. Con lágrimas en los ojos, me decía con su característica voz aguda y entrecortada que se había dejado la llave adentro, mientras un taxi lo esperaba para llevarlo a lo del médico. Me preguntaba si yo por casualidad tendría una escalera y un palo de escoba largo para abrir la puerta desde afuera cuando regresara. Intenté tranquilizarlo, pero continuaba sollozando. El sordo se daba cuenta de que ahora empezaba a hacerle jugarretas la falta de memoria que suele golpear a las personas de edad avanzada.
Cuando regresó, teníamos en casa todos los elementos listos para auxiliarlo, pero entonces recordó que siempre dejaba una llave escondida en una maceta sobre su medianera, y que no haría falta realizar ninguna maniobra extraña para que pudiese entrar. Me agradeció el intento de ayuda estrechándome la mano. Ese fue nuestro último contacto.
Un fin de semana de estos vinieron con un camión a retirar todos sus muebles unas personas desconocidas. Sacaron a la vereda su enorme cama de hierro y la desguazaron a martillazo limpio acá en la esquina, sin piedad. Salieron varias macetas rotas con plantas secas, y finalmente emergieron sus hijos, que se fueron rápidamente sin despedirse ni dar aviso de nada. Poco se los veía venir a visitar a su padre últimamente.
Supongo que al pobre sordo se lo llevaron a algún hogar de ancianos de por acá. Esa misma tarde vino a buscarlo un señor mayor de la vuelta que siempre lo animaba a salir a dar un paseo en su compañía. Estuvo un rato esperando alguna respuesta, pero nadie salió a darle siquiera una explicación. Me asomé tímidamente por la ventana, y le expliqué lo poco que sabía acerca de la situación. Se fue él también, algo cabizbajo y a paso lento, lamentando la pérdida del único amigo próximo a su edad que le quedaba a tiro. Quizás se quedó pensando que la enfermedad siempre nos devela la ineludible realidad: hay cosas que es mejor no oír, y otras que es preferible olvidar.
A boca de jarro