En cuanto supe que estaba embarazada, quería que se notara mi panza. Tuve algo de panza pronto porque pasé las primeras semanas, inflamada; pero esa panza no contaba. Luego hice un poco de trampa con la postura, esperando favorecer que se viera. Ahora, tengo una hermosa panza enorme. Amo mirarla.
Bueno: es enorme si la comparo con lo que había en mi cuerpo antes del embarazo. He visto mujeres con el vientre como pelota para pilates; algunas se ven como de revista: delgadas y solo con la barriga crecida; yo sí estoy creciendo de otros lados también; pero creo que nada para preocuparme. Sin embargo, hacia el final, justo en esos casos en los que el cuerpo es menudo y la panza está gigante, por muy lindo que sea porque una sabe de qué se trata, se pone algo marciano: habrá un hijo del amor ahí dentro, pero en la figura, es una protuberancia gigante. Para preguntarse cómo se mantiene sostenido donde está; cómo consiguen caminar esas mujeres...
Yo creía que el cuerpo se iría acostumbrando a tener cada vez un poco más de volumen y un poco más de peso, que iría apropiándose de la nueva forma y el nuevo tamaño. Pero me parece que no. Yo no he dejado de sentir extrañeza un solo día. Siento el peso todo el tiempo; nunca se me olvida; siempre estoy consciente de él. Con el volumen resulta simpático: ya aprendí que al abrazar, se interpone la barriga, y que al acercarme al mueble donde lavo trastes, debo quedarme un paso atrás para hacerle espacio. Apenas asumo que puedo agacharme menos, cuando puedo agacharme menos que la última vez. Y lo más increíble: aunque voy a orinar muchas veces en un día, sigo bajándome rápido el pantalón, como si estuviera liso, haciendo el pantalón hacia abajo, en lugar de hacerlo hacia adelante y hacia abajo.
Ya me acostumbraré, como con otras cosas, para cuando la bebé haya nacido... y sea hora de pensar en bajar la panza.
Silvia Parque