Cuando andamos por la calle y alguien que nos antecede tropieza, solemos esbozar una sonrisa. Me refiero, por regla general. Que alguien se trastabille, produce escarnio por sistema.
Ayer, es posible que muchos que se muestran contrarios a las guerras –ya sea la de Irak o la de Afganistán, por citar ejemplos recientes– sonrieran al ver el rostro descompuesto del primer ministro italiano, tras ser agredido de forma bárbara por un demente en la milanesa plaza del Duomo. Qué bueno, se pensarán. Que alguien le pare los pies, por fin, rompiéndole la cara a Il Cavaliere. Qué machada. Tanta, que en una conocida red social el agresor ya tiene club de fans propio, y que ya va por los 42.000 tartaglias.
Si nunca se justifica la violencia, tampoco en acciones como ésta. Silvio Berlusconi es un dirigente político elegido democráticamente, aunque a muchos no nos guste su forma de proceder. Ver ayer en todas las televisiones su cara lastimada evidencia que los ricos y los poderosos también sangran, y que manan un líquido que es rojo, como el de cualquier mortal. El tartagliazo le ha reportado eso a Berlusconi, así como la rotura de dos dientes, un labio partido y el tabique nasal destrozado. El móvil usado al efecto, una contundente estatuilla de la catedral milanesa. Es la misma estampa que muchos hubieran anhelado ver cuando un periodista iraquí lanzó hace meses un zapato a George W. Bush, artefacto que, por un acto reflejo, no le impactó finalmente en la cara.
Se ha sabido que la policía, que detuvo a Massimo Tartaglia, de 42 años, tras el incidente de este domingo en Milán, le halló un crucifijo en un bolsillo de su chaqueta. Será, quizás, que pensara que su penitencia pasaba por ajusticiar al que muchos consideran la encarnación de todos los males en la Italia de hoy.