Wenceslao es falsificador de moneda. Bueno, fue; en los años aquellos del estraperlo y las películas de Nieves Conde.
También tuvimos, por aquel tiempo, a un practicante que rebajaba la penicilina con agua. Era más bajo y vestía peor que Harry Lime; gastaba gafas y no usaba sombrero. Lo pillaron y lo guardaron varios años. Le pusieron “Aguacilina” de mal nombre. La sorna manchega, ya se sabe. Nunca se lo perdonaron y la gente siempre sonreía y cuchicheaba en su presencia. Hasta Pedro Salinas lo ha sacado en “El Gañán Enmascarado” como villano. El doctor Aguacilina. En esta tierra del señor tenemos de todo, solo nos falta la noria de Prater.
Este Wenceslao anduvo en Valencia emigrado. Un tío de su mujer —novia entonces— estaba desterrado allí ya que fue algo de mando en un campo de aviación que tuviesen los rusos en la orilla del pueblo, dónde está ahora el Instituto de la Vid y el Vino de Castilla La Mancha. Le buscó un puesto de cobrador de autobús en una línea que iba del Puig de Santa María (dónde estaba la empresa y vivía el tío), a Valencia capital.
Las fechas previas a la partida de Wenceslao los más listos del barrio le decían que en Valencia, por lo oído, hablaban en francés. Cuando se bajó del tren en la estación del Norte al primer mozo de cuerda que se arrimó a él le soltó:
—Bonjour, Monsieur le portier.
—¡A la merda!
El hombre llevaba una cartera de cuero y los billetes metidos en un libro de madera, según los trayectos. Tenía en la parte de atrás una mesita y allí se sentaba a despachar los tiques. Los viajeros pulsaban un timbre cuando faltaba poco para llegar a la parada en la que se tenían que apear. En autocar tenía normas cinceladas en placas metálicas e inoxidables y colgadas en la parte de arriba del furgón.
Pero eso fue después. Antes estuvo trabajando, aquí en el pueblo, con unos comerciantes que vendían a crédito. Ropa, menaje, radios… de todo. La gente iba a la lonja, se llevaban lo que necesitaban —generalmente la dote de alguna hija— y lo apuntaban en un libro. A partir de ahí, todos los domingos del mundo iba un cobrador en bicicleta que apuntaba en la hoja de un libro alargado y grueso la entrega.
Estos comerciantes traían género de contrabando, medias de cristal, plumas Parker, gafas de sol, revistas sicalípticas, radios de transistores, sostenes sin ballenas, libros mexicanos, cigarrillos ingleses con y sin boquilla, etcétera. Wenceslao se metió en la zona oscura del negocio ya que ganaba más. Empezó a llevar traje hasta los día de diario, a fumar Craven A y a beber combinados en vaso largo. Pronto no tuvo bastante y les alquiló a sus jefes la cueva de su anciana madre para que llenasen las tinajas de artículos.
Con veinte años era de los más vividores del pueblo. Devoraba todo el dinero y no tenía bastante, estaba siempre alternando, jugando y en malas compañías (esto parece Balarrasa). En los bajos fondos conoció a un tipo que iba a comenzar a acuñar monedas falsas de veinte duros de plata. Le ofreció que se metiera de socio con él, lo único que tenía que hacer era colocar los óbolos.
Al ir a pasar la primera moneda, pagando una caña y una ración de gambas en el bar del Calabaino lo pillaron. Afortunadamente solo estuvo dos años en el talego. Ya de viejo, cuando los conocidos le preguntábamos como fue que lo atraparon tan pronto, respondía:
—Por un despiste de mi socio.
—¿Por un despiste de tu socio, Wenceslao?
—Sí, las monedas llevaban alrededor de la efigie de Franco la leyenda, “Francisco Franco, caudillo de España por la gracia de Dios”. Mi socio cuando hizo el troquel se despisto, o se le fue la olla y grabó: “Francisco Franco, caudillo de España porque Dios era un gracioso”.