¡Qué afortunados se sintieron cuando regresaron del monte con el carro cargado!. Estaba tan, tan cargado de leña que incluso alguna cayó al suelo de camino a casa. Recogieron, como pudieron, la que les fue cayendo pero un viejo tronco muy pesado quedó estacado en el suelo. Ante la dificultad de llevarlo a casa con sus propias manos decidieron dejarlo en el camino con la esperanza que otro que pasara y lo pudiera necesitar, tendría la suerte de podérselo llevar.
Pasaron los días y una noche, la de la víspera de la Inmaculada, se oyó llamar a la puerta.
-¿Quién llamará a la puerta a estas horas con el frío que hace?- se preguntaron todos.
El padre abrió apresurado la puerta para dejarle entrar pero no vio a nadie. Al cabo de poco, volvieron a oírse golpes en la puerta, pero al abrir tampoco había persona alguna esperando. Así que, acabada ya la cena, se fueron todos a dormir. Todos menos la pequeña de la familia que, con la excusa de encargarse ella sola de recoger la mesa, decidió volver a mirar. Abrió la puerta de la casa para comprobar que no había nadie esperando en la calle, pues la noche era muy, muy fría. Como en las dos veces anteriores, no había ninguna persona aguardando, pero antes de cerrar, al mirar al suelo, vio un grueso tronco viejo.
-¡Oh, Dios mío, eres tú! –exclamó la niña- Te habíamos dejado en el camino porque pesabas tanto…pero tu has venido siguiendo el rastro hasta encontrarnos.
La niña dejó entrar al viejo tronco, le puso una barretina (gorra tradicional catalana) y lo abrigó con una manta para que entrara en calor. Luego, le dio un poco de pan, pelas de naranja y las otras sobras de lo que quedaba de la cena y acabó de recoger la mesa. Antes de acostarse, la niña le escondió cerca de la chimenea, al lado de los otros troncos y lo cubrió con una manta para que pasara desapercibido.
-No te preocupes, yo te cuidaré y no dejaré que te pongan en la lumbre. Confía en mí- le dijo la niña al viejo tronco, abrigándolo bien con la manta y dándole un beso de buenas noches.
El Tió sonrió a la niña y quedó plácidamente dormido bajo la manta.
Pasaron los días y la niña se encargaba siempre de recoger la mesa, para así poder alimentar y dar de beber a su querido Tió sin que nadie lo supiera.
A medida que pasaban los días, el pilón de leña iba menguando. Llegó la Noche Buena y pusieron los últimos troncos dentro de la chimenea. Pero al volver de la Misa del Gallo, hacía tanto, tanto frío que se acercaron todos al fuego para calentarse. Cual fue la sorpresa al ver que sólo quedaban brasas ardiendo y en el pilón de leña sólo quedaban unas pocas ramas y una vieja manta roja.
El abuelo, con su garrote, escarbó entre las ramas, para ver si había algún pequeño tronco más escondido entre ellas, pero no fue así. Luego, golpeó la manta varias veces para comprobar qué había debajo de ella sin saber que el viejo tronco estaba allí escondido.
- Abuelo, abuelo…-gritó la niña desesperadamente para impedir que le siguiera golpeando.
El abuelo que ya estaba un poco sordo, no oyó nada, y continuó golpeando porque notaba que pegaba en algo duro, muy duro, como si se tratara de un tronco. Y extrañado se acercó para ver qué se escondía debajo de la manta. La niña corrió a su lado… Juntos descubrieron al viejo tronco, el Tió, con su eterna sonrisa en la cara, su gorra barretina y chocolates, dulces y golosinas que el Tió había ido elaborando, cual pastelero, con los ingredientes que la misma niña le había dado -sin saberlo- con los restos de comida. Entonces, la niña explicó lo sucedido y todos entendieron que el Tió era ya parte de la familia y le salvaron de la hoguera.
Esta versión del cuento fue escrita por Lydia Giménez Llort
Otra versión similar la encontré aquí.