Los buenos paseantes urbanos y algún que otro adicto a la literatura saben sobradamente que la ciudad forma una unidad dialéctica de dos caras.
Durante el día, las arterias de la ciudad están gobernadas por oficinistas pusilánimes que esconden sus frustraciones detrás de sus miradas inexpresivas; niños que, como Atlas, llevan a sus espaldas mochilas con el peso de la civilización; amas de casa con súperhabit de tiempo que estetizan su tedio mediante el peregrinaje a tiendas de ropa; y comerciales tiburonescos al acecho que, cuando sonríen, muestran a sus adversarios la capacidad mortífera de sus dentaduras.
Cuando cae la noche, la oscuriad se escuela por calles y callejones como un rio desbocado; luchando contra farolas y carteles luminosos, forma pequeños meandros de visibilidad. Entre penumbras, pueden entreverse movimientos espasmódicos que anuncian la salida a la superficie de la fauna intestinal de la cosmópolis.
A resguardo ya en sus estuches, los habitantes diurnos de la ciudad dejan paso a los nocturnos. Carteristas y policías, proxenetas y estudiantes borrachos, vendedores callejeros y brigadas de la limpieza; todos ellos reclaman su turno en el ring de la supervivencia que es la gran ciudad. Entre sombras, los nocturnos comercian con los recovecos del alma humana, cuya existencia es negada por los diurnos: olvido, placer, poder, desidia y desenfreno.
Este escenario aparentemente inhóspito forma parte de un ritual privado que comparto con mi amigo Davidovsky. A veces, cuando el peso de nuestras vidas se torna abrumador, salimos a buzear por la noche hacia un local de modernez caduca dónde comentamos nuestras recientes lecturas hasta que la excesiva ingesta de absenta pierde nuestras miradas y discursos hacia sentidos borrascosos.
Davidovsky, como buen humanista contemporáneo que vive en las racionales sociedades postmodernas, tiene una formación para la qual no existe un correlato laboral. Es, paradojicamente, un experto en trabajo no qualificado.
Pues bien, en una de las recientes conversaciones, hablaba de su último trabajo como vigilante de sala de un conocido mueseo de un aún más conocido pintor vanguardista. Tras largas horas de vigilancia en una misma sala —cuenta— uno pierde total interés por los cuadros y se centra en observar los visitantes: tipologias, discursos, reacciones, etc. El tedio empuja a mi amigo a la ortodoxa práctica de un «esteta de la recepción».
Describe, no sin cierta pesadumbrez, el comportamiento del visitante estándar. Observa que la mayor parte de la gente que entra en el museo parece estar más interesada en decir que ha visitado el museo que en contemplar los cuadros.
El modus operandi de estos asesinos del arte es simple: pararse delante del cuadro, mirar el dibujo, leer el comentario pertinente, volver a mirar el dibujo y pasar al siguiente cuadro. Tiempo estimado: treinta segundos y cuatro centésimas. Es éste, según nuestro parecer, un procedimiento sistemático que tiene como resultado el acallamiento de la obra.
Ante este comentario, recordé la reflexión que me suscitó una experiencia análoga a propósito del cuadro El triunfo de la muerte de Peter Bruegel. En esta pintura, un ejercito de esqueletos arrasa inmisericordemente un poblado. Una ola de destrucción y asesinatos variopintos pasan en hilera ante los ojos del espectador; quien, después del impacto inicial, puede perderse en la multitud de detalles que compone esta escena de un costumbrismo macabro y sádico.
Si uno quiere complementar esta experiencia con la lectura del letrero explicativo que ofrece el especialista en arte del Museo del Prado, encontrará una sentencia de este tipo:
«Obra moral que muestra el triunfo de la Muerte sobre las cosas mundanas, simbolizado a través de un gran ejército de esqueletos arrasando la Tierra. Al fondo aparece un paisaje yermo donde aún se desarrollan escenas de destrucción. En un primer plano, la Muerte al frente de sus ejércitos sobre un caballo rojizo, destruye el mundo de los vivos, quienes son conducidos a un enorme ataúd, sin esperanza de salvación. Todos los estamentos sociales están incluidos en la composición, sin que el poder o la devoción pueda salvarles.»
Pues bien, según esta interpretación El triunfo de la muerte es un alegato a la condición básica de toda existencia: la ineludible mortalidad del ser humano. Un cuadro que empalmaría con el clásico tema propio del arte de la baja edad media que tiene como eje La danza de la muerte. Según la qual, aquello universal del mundo, lo único imperecedero y eterno es la muerte. Ésta, en este sentido metafísico, es un equilibrador social implecablemente inflexible a las diferencias de clase.
Este es un bonito discurso, cuyo sentido no se extrae del cuadro, sinó del texto que lo acompaña, pues si atendemos a la experiencia de la obra de Bruegel, veremos cuán insuficiente es esta interpretación. Mi tesis es que El triunfo de la muerte no debe entenderse en un sentido existencialista, sinó observarse en clave de una «dialéctica de la ilustración». Déjenme explicarlo.
Lo que realmente se ve en el cuadro no es un conjunto de personas dispares que, en su deambular por la vida, van tropezando más o menos azarosamente con el abrazo final. Al contrario, lo que cualquier espectador puede ver es un poblado asaltado. La muerte, el ejército de esqueletos, sega la vida de un plumazo con diferentes y sofisticadas técnicas. Esta es la idea: la Guerra es el auténtico y definitivo triunfo de la muerte; pues la guerra es la disposición técnica de la actividad humana en vistas a la producción de muertos. En efecto, coesencial a la guerra ya no es tanto la violencia como la técnica.
No es forzar la interpretación, afirmar que Bruegel temía el potencial destructivo que el avance de la civilización conlleva. Es suficiente apelar a su obsesión, plasmada pictoricamente, por el mito de Babel para insinuar que hay en su cosmovisión moral cierta aversión al progresismo tecnológico. Dicho sea de paso, alentaré otra hipótesis. La revulsión por el avanze técnico es algo casi característico de la pintura flamenca. Una buena muestra de ello son las obras que se encuentran en la sala que el Museo del Prado tiene destinada a este movimiento artístico. En ellas, todos los demonios visten y usan instrumentos. O, para imbocar un ejemplo más conocido, contemplen El jardín de las delicícias del Bosco. Fijénse en el apartado del cuadro donde se representa el infierno y busquen objetos o instrumentos humanos. Seguidamente dirigan la misma interrogación a los apartados dudosamente calificados «Génesis» y «Paraíso». Técnica y mal estan, según mi opinión, en esos autores íntimanete ligados.
Volvamos a Bruegel. Una característica de algunos cuadros suyos es la de dibujar listados; piénsese en Los juegos infantiles o Los refranes neerlandeses. Pues bien, en El triunfo de la muerte sucede lo mismo. A lo largo del cuadro, se encuentra un listado enorme de técnicas de asesinato: degollamiento, ahorcamiento, ahogamiento, decapitación, etc. Incluso puede verse como el ejercito de esqueletos utilizan la estrategia del embudo para capturar hombres. ¿Con qué propósito? Para crear más muertos, más esqueletos. La muerte en la guerra, como la técnica, es una entidad cuyo ser consiste en crecer exponencialmente y sin freno.
Cabría poner especal atención en el hecho que la muerte penetra en las dos dimensiones de hombre: el cuerpo y el alma. La técnica, en tanto que asesinato racionalizado, boicotea el funcionamiento normal cuerpo; y, en tanto protocolo de acción que no necesitan de la reflexión, mata el alma del ser humano. Éste se convierte en una marioneta: un cuerpo vacío y funcional.
Podemos empezar ahora a pensar qué son esos esqueletos. Contrariamente a lo que una idea precoz podría oblgarnos a pensar, los esqueletos no son demonios. No hay angeles ni demonios en El triunfo de la muerte. La humanidad está sola en la tierra encerrada con su opuesto: los esqueletos, que son ni más ni menos que hombres que han perdido su humanidad. Los esqueletos son las marionetas de la técnica que utilizan todas las actividades humanas para convertir a los hombres. Toda disciplina que realiza el hombre, puede repetirla la muerte y es usada por ésta para aumentar su poder: esgrima, juegos, música, amor, religión y gastronomía —que no es nada más que el arte de la muerte— todas las excelentes prácticas de la humanidad devienen complices de su mortalidad.
Llegados a este punto sería interesante reparar en la figura esquelética que aparece en la parte izquierda del cuadro. Al lado de los monjes-muerte que ofician la matanza, hay un esqueleto sentado en el suelo en postura profundamente especulativa. Es, según mi modo de ver, el esqueleto humanista, quien basa su acción en la reflexión y, a la vez, la única figura que en la escena del cuadro no es aparentemente cómplice en la construcción de la muerte. En efecto, la reflexión, en la medida en que es una actividad que tiene com esencia la postergación de la práctica, es el único modo posible de resistencia a la tecnificación y muerte de la vida humana.
Lo humano es aquello intrínsecamente inútil y tiene que ver con el movimiento de lo antiguamente llamado alma. La cultura sin ella no es nada más que un conjunto de manuales de instrucciones de artefactos caducos. Por eso, para comprender el arte —para darle vida— la obra ha de poder hablar, y eso sólo será posible si hacemos caso omiso de la interpretación institucional y nos atrevemos, sin miedo a perder el tiempo, a tener una experiencia personalmente significativa con ella.
El arte recupera hoy su valor sagrado cuando permite sustraernos de las lógicas contemporaneas de industrialización del alma. El arte bien pude ser un objeto de consumo y propaganda, pero también la brecha donde lo humano se filtra y escapa de las cárceles modernas de la utilidad.