Revista Diario

El último camino

Publicado el 24 enero 2010 por Emibel

EL ÚLTIMO CAMINO


El cuerpo de Juan bailaba al son del viento otoñal golpeando sus piernas contra la madera crujiente y húmeda de aquél su último confesor, aquél árbol deshojado por los días otoñales.
Juan, hombre de clase media, hombre apuesto de larga melena morena, ojos cansados escondidos tras sus ovaladas gafas, labios finos y tímida sonrisa vivió eternamente enamorado de Elena, su novia de siempre. Habían convivido juntos desde la niñez, ya no sabía si lo suyo era amor ó era sentirse acostumbrado a esa vida, a vivir con aquella mujer que más que alegrías, le trajo consigo desgracias.
Cada mañana vestía su cuerpo con aquel traje gris, bien planchado, corbata de color malva y brillantes zapatos de punta cuadrada. Mesaba su pelo dejando caer sobre las cejas un atractivo mechón. Con su maletín se disponía a ir a su trabajo como gerente de un banco en una localidad salmantina.
Daba un beso a su mujer en una mejilla esquiva, apenas sus labios rozaban la piel de ella. Él todavía la miraba con deseo, ella lo despreciaba.
Antes de ir a su trabajo dejaba a sus dos hijos en el colegio mientras Elena se dedicaba a las faenas del hogar.
Empezaron los problemas en el trabajo, hubo reducción de personal y Juan fue uno de los despedidos. Cabizbajo, con su maletín casi arrastrando aquellas estrechas calles se dirigió a su casa, sentía miedo por la reacción de su mujer. Ya hacia años que no eran matrimonio, que no había chispa en sus miradas, que sus labios no desprendían ardor y que el sexo se había fugado.
Juan explicó a Elena la situación. Todavía tenía una leve esperanza de ser comprendido por su esposa. Tenía el cuerpo frío, tiritaba, sudaba hasta que finalmente habló con Elena.
- Buenas tardes, cariño, dijo Juan.
- Hola, contestó con desgana Elena.
- Tenemos que hablar, siguió Juan
- Ahora estoy muy ocupada, dirigiéndole una mirada despectiva, claro como tú te crees muy señorito... Tú, con ir a trabajar, vestirte de payaso, sonreir a todo el mundo ya te crees que está todo hecho. Pues no, yo llevo toda la mañana poniendo lavadoras, planchando, haciendo comidas, bla, bla, bla, continuó Elena sin parar de hablar, haciendo caso omiso de las palabras de Juan, como si no estuviera.
- Cielo, mmmmm, tartamudeó Juan.
- Qué mierda quieres, joder? Que pareces tonto. No pareces, lo eres! No sirves para nada. No sé ni cómo te aguantan en tu trabajo. Bueno, sí, lo sé, porque mi padre te ayudó a encontrar ese trabajo; sino de qué? Con lo imbécil que eres. Cualquier día te mando a hacer puñetas porque una mujer como yo no tiene por qué soportar a un mentecato como tú. Ni sabes ser padre, ni marido, ni nada de nada, continuó Elena sin parar de hablar, sin cesar de gesticular.
Juan permanecía de pie, inmóvil en medio del estrecho pasillo, las lágrimas rodaban por sus mejillas, el terror se apoderó de él. No era nadie. Se lo había dicho tantas veces que ya no se reconocía. Ya no era aquel hombre emprendedor que robaba tantas miradas de las féminas, que se comía el mundo. Era...un inútil, un perdedor.
Ya había dejado de prestar atención a Elena, las palabras de ésta sonaban a hueco aunque golpeaban en sus tímpanos, se clavaban en su corazón como si de un puñal se tratara.
- Qué, qué tienes que decirme, gritó Elena.
- Nada, no pasa nada, musitó Juan.
- Claro, ahora el señor quiere hacerse el interesante, continuaba Elena, y ahora me dirás “vamos al dormitorio” pero...si no sirves ni para follar, no eres hombre ni para eso. Cualquier día me busco otro que me satisfaga que, claro, no será difícil porque mírate, escupía Elena riéndose ante su marido, ante aquel ser que ya lo había perdido todo porque había perdido su dignidad.
Juan ya no decía nada, tan sólo sintió la bofetada de su mujer,los golpes reprochándole que espabilara, que no callara.
Si no puedo hablar, pensó Juan.
Una plancha candente cayó cerca de su cuerpo. Otras veces habían sido jarrones, vajillas. No era la primera vez que Juan escuchaba aquellas palabras que taladraban su cerebro, que quemaban su castigado y cansado corazón.
Arrastró sus pies, giró su cuerpo y se dirigió a salir. Cerró suavemente la puerta y caminó durante varias horas, sin rumbo fijo.
Llegó a un campo húmedo, solitario. La espesa niebla desdibujaba su figura. Las lágrimas ahogaban su ser. Era el marco perfecto para su despedida. La noche llegaba....
A la mañana siguiente un pequeño artículo describía el lugar dónde el cuerpo de un hombre se había encontrado ahorcado apareciendo una fotografía de un árbol deshojado por los días otoñales...

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