Desde el día anterior, cada cinco horas, alguien llamaba a su teléfono celular. Al principio pensó que querían comunicarse con un número parecido y que había tenido la escasa suerte de ser mal agendado. Por eso no le resultó raro que del otro lado, el que llamaba, cortara cuando el contestaba.
Sin embargo, a las dos de la madrugada, el sonido del ringtone del aparato logró hacerle perder la paciencia que lo caracterizaba. Trató de emplear pocas malas palabras, pero no pudo contener la bronca y despacharse a viva voz, mientras por la ventana el sonido del tren de las vías próximas llegaba claramente a sus oídos.
Ya no pudo dormirse. Cuando a la mañana volvió a sonar el teléfono, se preocupó seriamente. Había quedado cavilando durante la noche, ojos abiertos apuntanto al descascarado techo de su cuarto, y llegó a la conclusión que aquello no se trataba de un error o de una broma de mal gusto, aunque de ésto último aún se guardaba cierta reserva.
Esa vez no contestó. Miró la pantalla del celular y repasó los números que se mostraban. Luego de un minuto, la llamada finalizó. La característica le había parecido familiar desde la primera vez que observó el número que lo molestaba.
Trató de recordar de dónde podía ser, pero se dio por vencido. Se prometió que más tarde la buscaría en internet. Como tantas otras cosas que postergaba, lo olvidó hasta que el teléfono se puso a vibrar nuevamente (para entonces, le había quitado el sonido). Lo sorprendió en el taxi, mientras se dirigía al aeropuerto a buscar un pasajero. Se detuvo casi de inmediato a un costado de la ruta para contestar, pero al hacerlo, la comunicación se cortó.
Golpeó el volante con rabia. Aquello lo estaba poniendo nervioso. Intentó comunicarse con el número, como tantas otras veces, pero el mensaje fue siempre el mismo: El número al que quiere llamar, no pertenece a un abonado en servicio. Dejó caer el teléfono en una mochila que llevaba entre sus piernas y retomó el camino, para continuar con su trabajo.
Aquella tarde se acercó a un centro de atención de su proveedor de telefonía. Preguntó si era posible averiguar el titular de una línea, pero los empleados le dieron mil vueltas para, finalmente, rechazar el pedido.
El teléfono llamó cuando caía la tarde. Lo atendió instintivamente. La línea estaba muerta, pero al menos pudo reconocer un sonido. Tan claro y nítido, que erizó su piel. Se quedó de pie, delante de su edificio. Oscar, el portero de la tarde, se acercó para preguntarle si estaba bien. Demoró en reaccionar, y tras excusarse, volvió al taxi, que había estacionado en la vereda contraria.
Manejó con prisa, acelerando en ocasiones para no permitir que lo agarrara el rojo en los semáforos. En un par de oportunidades otros conductores lo acusaron a bocinazos de conducir con negligencia. Pero no los escuchó. El único sonido en su mente, era el que había logrado captar en la última llamada.
Cuando llegó a destino, la noche había tendido sus manos sobre el planeta. El lugar era tenebroso. En medio de un camino rural, entre la ciudad y vaya a saber que pueblo. A lo lejos, tranquera adentro, una luz, quizá una vieja lamparita incandescente, iluminaba el frente de una casilla de madera. A unos metros, hacia la izquierda, se erigía un establo, que si bien no era imponente, resaltaba en la chatura del paisaje.
No golpeó las manos ni tomó precauciones para abrir la tranquera. Solo lo hizo, como quién lo ha hecho mil veces. Caminó con paso decidido y llegó hasta el umbral del solitario paraje. Metió la mano derecha en el bolsillo trasero y extrajo un revólver corto.
Abrió la puerta y accionó la tecla de la única luz en el interior. El tubo fluorescente, envuelto en telarañas, parpadeó ocho veces y luego, cuando parecía que nunca lo haría, quedó estabilizado. Estudió con la mirada cada rincón, casi con recelo. Observó largos minutos un sofá que alguna vez había sido verde, ahora totalmente desteñido. Estaba deliberamente en el centro de aquel lugar. Se acercó con miedo y lo empujó contra la pared.
Además de la marca del polvo, delimitando exactamente donde estaba el sofá, quedó a la vista una trampilla de madera que daba hacia un subsuelo. Vaciló unos instantes, pero finalmente se agachó para abrirla. En ese momento, sonó el celular. Dio un respingo y perdió el equilibrio. Cayó sentado sobre el suelo de madera. Hubiese querido gritar del dolor, pero no podía hacerlo. Estaba mudo del pánico. Dolorido, buscó el teléfono dentro del bolsillo de la camisa y se apresuró por atender.
Alcanzó a escuchar el click del otro lado de la línea. Sus manos sudaban. Volvió a alejar el celular de su vista, guardándolo otra vez en la camisa. Juntó coraje y abrió la trampilla.
El olor a humedad lo tomó por sorpresa. Un aire rancio escapó hacia donde estaba. Tuvo tiempo para taparse la boca. Allí olía más que a humedad y aire rancio. Sabía que así sería. Fue buscando en la oscuridad uno a uno los peldaños de la endeble escalera que conducía hasta la parte inferior.
Al sentir los pies sobre algo firme, volvió a estremecerse. Había pisado al menos dos cucarachas. El sonido del río subterráneo que surcaba el sótano, llegaba claro a sus oídos. Podría reconocerlo entre todos los sonidos del mundo. Incluso, a través de una línea telefónica.
Más allá, del otro lado del cauce, divisaba el bulto. A sus piese, tanto, pudo ver el bolso de cuero. No recordaba si lo había dejado abierto o cerrado, pero eso era un detalle. La cremallera parecía la boca dentada de un monstruo. La poca luz le daba la apariencia de un ser capaz de devorarse una persona de un solo bocado. Pero era solo un bolso y él lo sabía. Lo recogió, no sin sentir cierta repulsión.
Hurgó entre las cosas. El espejo para maquillarse, la billetera, un atado de cigarrillos a medio fumar, una edición de bolsillo de "Carrie" que él le había regalado, dos lapiceras y los anteojos para sol. Lo que buscaba no estaba. Revisó el único bolsillo, pero tampoco apareció allí. Volvió a mirar el bulto en el rincón.
Sin soltar el bolso y mucho menos el revólver, caminó hacia aquel relieve en la oscuridad. Al acercarse, divisó mejor las formas. La vieja alfombra dejaba vez ahora su textura, sus extraños flecos. Y al mismo tiempo, no podía ocultar lo que encerraba en sus entrañas. Porque a pesar de todo, los pies habían quedado afuera. Aquella palidez se había transformado en un asqueroso color podredumbre. La putrefacción había hecho bien los deberes. Pero no eran los pies lo que quería ver. Sin embargo, a pesar de haber llegado hasta ahí, sabía que no podía seguir. El sonido del río parecía querer convencerlo de seguir avanzando, pero el olor, la angustia, le decían que se fuera, que saliera corriendo de aquel lugar.
Empezó a retroceder sin darse cuenta. De pronto su espalda se apoyó en la escalera. Estaba otra vez a una distancia prudente. Entonces volvió a buscar su teléfono. No le quitaba la vista al bulto, ni dejaba de escuchar constante, el andar del agua sobre su cauce. Supo que ahora si. Que ahora sucedería. ¿Por qué entonces no evitarlo? No lo sabía. Ni en ese momento ni nunca. Buscó en su teléfono el número que lo había estado llamando, aquel que creía familiar, y lo marcó.
El sonido de otro celular se hizo escuchar en el subsuelo. No fue eso lo que lo asustó, porque lo esperaba. Tampoco fue la certeza de no poder escapar, al caerse en ese preciso instante la puerta de la trampilla. Nada de eso contribuyó a sentir ese dolor de pecho, agudo y lacerante, que nacía en el corazón y moría en las vísceras. No. Lo que provocó su muerte fue la voz, nítida, feroz, de ultratumba, de su antigua novia contestando, casi con sorna: "Hola, te esperaba desde hacía mucho tiempo". Voz que pudo escuchar en simultáneo, en el celular y en el oscuro retumbar de aquel desolador agujero en la tierra.