EL VALOR DE LA SOMBRA (por Lalo Monsalve)
Estaba esperando el autobús, al mediodía, en una de esas nuevas paradas que carecen de marquesina bajo el Sol durísimo de este mes de julio, cuando me asaltó una terrible sensación de envidia hacia un grupo de hormigas que se beneficiaban de la sombra que proyectaba mi cuerpo.
Desde principios de mes, nos han venido contando, cada día, mentiras piadosas acerca de las sucesivas olas de calor que venimos padeciendo. Primero dijeron que serían sólo dos semanas, pero ya llevamos cuatro con temperaturas que rozan o superan los 40ºC a la sombra. En algunas provincias andaluzas las gentes están agotadas y con un estado depresivo importante, pues pocos son capaces de conciliar el sueño nocturno por encima de los 30 grados.
De repente, uno repara en el valor intrínseco de una buena sombra. A veces me dicen que ya no soy ni la sombra de lo que yo era. Lo lamento por aquellas hormigas porque, según ellos, en otro tiempo, habrían disfrutado de mejor protección frente al calor.
Otros andan preocupados por que no les hagan "sombra". No es mi caso. Sobre todo en este horrible mes de julio, que pasará a los anales de la historia del tiempo atmosférico como uno de los más cálidos que se recuerdan.
Algunos proclaman que estos últimos años, así como los venideros, serán bastante sombríos. No me cuadra esta predicción con estos calores que parece que irán a más en el futuro próximo. Yo barrunto pocos cirros y cúmulos, de los que suelen verse en los cielos y que, al final, desembocan en aguaceros y tormentas, que causan daños irreparables en todo tipo de bienes y cosechas. A mí me huele más a sequía pertinaz franquista, aridez, erosión y tierra arcillosa cuarteada y agrietada, casi estéril, sin vida.
Ando, como muchos, errante, buscando la sombra por las calles. Cuando no puedo más y me rindo, entro en cualquier sitio en el que los ventiladores o el aire acondicionado me hacen recuperar el aliento, a riesgo de que el frío llegue a afectarme más la salud que el propio calor. Y bebo de todo, como si todas las células de mi cansino cuerpo abrieran sus membranas al máximo, reclamando una hidratación vital que las llevase incluso a la muerte súbita por explosión acuosa.
A través de los cristales de esos locales, observo individuos tocados con gorras y sombreros y señoras con coloridos paraguas y sombrillas, manejando con destreza abanicos decorados con motivos diversos. Todos y todas se procuran una sombra y, sin darse cuenta, proyectan la suya propia, hacia las baldosas o el asfalto, donde habita una fauna curiosa, que lucha por sobrevivir a estas inclemencias que, a buen seguro, terminarán acabando con nosotros, me temo.