Sus pasos acariciaban una alfombra de mentiras, rompiendo las hojas secas del otoño cuando el aire se manchaba de frío. Esa mañana, cerca de Gloucester Road, donde se levantaba su imponente casa victoriana, sus labios perfilaron esa sonrisa que acoge a los seres que parecen flotar en la autosuficiencia: una vida confortable sin sobresaltos, como una zona ajardinada que aseguraba su tranquilidad; una familia perfecta y ordenada en torno a una moral recta y a unos principios sólidos. Su bienestar descansaba en el bien común, en la ayuda al prójimo, y todo aquello que te permite dormir sin quebrantar tu conciencia. Ya en su casa, tras acariciar a su viejo West Highland White Terrier, que corría a recibirlo, dejaba el abrigo en el perchero de la entrada y se ponía cómodo. En el salón encontraba a su mujer tomando el té y sus hijos bajaban a saludarlo para luego seguir con sus quehaceres. Tras excusarse, iba a la cocina donde preparaba rápidamente una especie de sopa muy líquida, casi sin color en la que flotaba, de forma anecdótica, algunos fideos. Al llegar a la puerta camuflada bajo la escalera, la abría y descendía a un sótano oscuro con paredes de ladrillos mugrientos y húmedos. En ese espacio en el que se respiraba un aire fétido y denso se vislumbraba una cama en la que yacía alguien. Era un ser grande y fuerte, un hombre negro con el cuerpo cubierto por una sábana sucia y ensangrentada hasta el pecho. Al presentir su llegada, habría sus grandes ojos enrojecidos y sombreados por grandes ojeras y trataba de mostrar su gratitud con una forzada sonrisa. Su benefactor lo ayudaba a incorporarse un poco y le daba de comer. Tras terminar, el hombre grande y negro suspiraba, como si temiese algo. Entonces, el hombre blanco, al retirarle la sábana, podía ver como el cuerpo medio podrido tenía parte de sus órganos al descubierto, lo miraba a los ojos percatándose de su respiración agitada antes de agacharse, y, agarrándolo con fuerza, mordisqueaba sus intestino, el hígado, los riñones… mientras el hombre negro intentaba contenerse sin poder evitar retorcerse de dolor. Como si estuviera fuera de sí, el hombre blanco, insaciable, revolvía sus tripas y con las manos ensangrentadas extraía jirones de carne de su pecho, algunas costillas, petróleo, cacao, caucho, diamantes, marfil, esclavos, piedras preciosas… Texto: Marcos Alonso