El otro día os presentaba a Lorena, uno de los personajes de la novela que estoy escribiendo. Como la idea tuvo tan buena acogida me he decidido a presentaros a otro: Miguel Luján, vendedor de máquinas de café. Es un personaje secundario, el primero de los muchos que tengo en mente ir introduciendo a lo largo de la trama. El fragmento que leeréis a continuación podría funcionar como relato independiente, ya que no tiene una influencia directa en la acción principal. Mi intención es ir salpicando la novela de relatos como éste, microhistorias con entidad propia que me servirán para ir conformando el mosaico de personajes, la mayoría de los cuales tendrán una presencia muy limitada. Espero que este segundo aperitivo os continúe abriendo el apetito…
Miguel Luján era representante en España de la firma italiana que fabricaba las prestigiosas máquinas de café Astoria, presentes en establecimientos hosteleros de todo el mundo. Su carácter afable y su sonrisa contagiosa le habían abierto muchas puertas y le habían ayudado a progresar profesionalmente, hasta el punto de ser uno de los empleados mejor valorados por la compañía y el más veterano de todo el departamento comercial. Treinta años de fidelidad y dedicación máxima. Treinta años de duro trabajo, de un trabajo que era su vida, no por vocación sino porque viajar de aquí para allá vendiendo máquinas de café era lo que mejor sabía hacer. En realidad, prácticamente era lo único que había hecho desde aquel día en que su tío Julián lo había llevado con él, recién cumplidos los 18, a que viera cómo era eso de ganarse la vida.
A Miguel le habría gustado escribir novelas como las de Agatha Christie. Se le daba bien inventar historias policíacas, con tramas misteriosas de resolución incierta, pero desde aquel día en que acompañara a su tío los blocs donde las escribía ya no saldrían más del cajón del escritorio.
Treinta años después seguía dejando volar su imaginación desbordante durante las largas horas al volante, pero aquellas historias acababan perdiéndose entre los recuerdos.
El vendedor no tenía hogar. Lo más parecido a uno era el viejo Mercedes que conducía. Comprado en los años de bonanza, ahora, con más de 200.000 kilómetros acumulados, empezaba a pedirle una merecida jubilación. Pero Miguel Luján le tenía cariño y para posponer la decisión se decía a sí mismo que no era el momento de comprar otro coche, que no podía permitirse uno nuevo y que jamás encontraría uno de segunda mano que se acercara siquiera a las prestaciones de su Mercedes. Así que iba tirando con él, haciéndole pequeñas reparaciones, cada vez más frecuentes, hasta que llegara el día en que dijera basta definitivamente.
Aquel coche era su principal herramienta de trabajo, casi su hogar y lo más cercano a un amigo que tenía. Hubo un tiempo en el que disfrutó de un hogar de verdad y de una familia real. A los 25 años se casó con Isabel, una asturiana que trabajaba de camarera en un restaurante de Llanes donde solía parar siempre que iba por el Norte. Les vendió una de las joyas de Astoria, no una máquina de café cualquiera, sino “la” máquina de café, la que todo hostelero querría pero que sólo unos pocos se aventuraban a permitírsela, y después de aquello se “llevó” a Isabel. Cuatro años menor que él, la joven quedó cautivada por la simpatía y la hipnótica y ocurrente labia de aquel hombre elegante que con 25 años —y unos cuantos kilos menos—, ya había viajado por toda España y que únicamente con la palabra era capaz de convencer a un tipo tan agarrado como Ramón de que invertir una fortuna en una simple máquina de café era el mejor de los negocios.
Miguel, que por aquel entonces ganaba un buen sueldo gracias a las jugosas comisiones que conseguía por colocar las mejores Astoria, convenció a Isabel de que dejar su empleo para dedicarse a “sus labores” era lo mejor que podía hacer, que con sus ingresos vivirían los dos —y los que vinieran— bien. Además, servir mesas y recogerlas era un trabajo muy sacrificado y con poca recompensa. A Isabel no le costó mucho dejarse convencer, y durante los primeros años de vida en común todo fue rodado. Se compraron una casa en Llanes, cerca de sus padres, tuvieron dos hijas preciosas y sanas, y Miguel, que no pasaba fuera más de dos días seguidos, podía permitirse permanecer junto a su familia el tiempo suficiente como para tener la sensación de que estaba disfrutando de ella.
Llego el día, sin embargo, en que vender máquinas de café empezó a ponerse difícil. Las de gama alta se resistían cada vez más. Quienes se las podían permitir ya tenían una. La competencia crecía y, por tanto, los precios y el margen de negocio bajaban. Miguel tenía que invertir más horas para mantener el mismo nivel de ingresos, así que comenzó a ser habitual que pasara varios días, incluso semanas enteras, fuera de casa.
Isabel se mostró comprensiva ante la nueva situación, confiando en que fuera un bache pasajero, pero cuando además de a su marido empezó a echar en falta el dinero que no ganaba, las cosas empeoraron. Ella y las niñas se habían acostumbrado a un tren de vida que requería cierto nivel de ingresos, pero Miguel ya no se lo podía proporcionar.
A Isabel no le faltaban pretendientes. Hijos de buena familia que tenían el dinero por castigo y, por tanto, no necesitaban perder el tiempo trabajando. Si acaso, algún negocio por aquí y por allá para seguir acumulando cifras en las cuentas bancarias. Hizo buenas migas especialmente con el padre de una amiga de su hija mayor, Rosa María, a la que acompañaba a las clases de tenis. Abogado divorciado, buena planta, lo suficientemente inteligente para saber sacarle el jugo a la vida sin esforzarse más allá de lo estrictamente necesario… Un buen día, al regresar a casa, Miguel se encontró con la frialdad de su esposa y los papeles del divorcio.
La separación fue “amistosa”. El abogado preparó un acuerdo que el vendedor no podía rechazar: la casa para ella, el coche para él, sin cargas económicas que atender y un fin de semana cada quince días con las niñas. El día de la firma Miguel selló el documento con una de sus sonrisas, aunque por dentro estaba roto y su cerebro continuaba dándole vueltas a la situación, sin entender qué había pasado. Se despidió con dos civilizados besos de su ya ex esposa y con un civilizado apretón de manos del usurpador de su hogar. Aquella misma mañana había acompañado por última vez a sus hijas al colegio, una concesión del amable abogado. Las abrazó y se despidieron con un “nos vemos pronto” y una sonrisa, aunque por dentro Miguel notara un mar de lágrimas. ¿Cuándo habían dejado de sentir que aquel hombre era su padre? Probablemente para ellas la situación no cambiaba demasiado. La realidad era que más o menos seguirían viéndose con la misma frecuencia.
Miguel se montó en el Mercedes y reanudó su ya definitiva vida nómada. Ni siquiera se molestó en buscar una nueva vivienda. Todo lo que tenía en la casa de Llanes cabía en dos maletas, que lo acompañarían en su deambular de restaurante en restaurante, de hotel en hotel, de pensión en pensión, siempre con la sonrisa a punto.