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El Viaje de Brenda o Los Pies de la Novia (1)

Publicado el 30 abril 2010 por Descalzo
El Viaje de Brenda o Los Pies de la Novia (1)

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A Pilar y "Otros Mundos"
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— Señorita, parece una reina — dijo la criada a su ama. Brenda pestañeó mostrando sus ojos verdes resaltados por la peluca y se movió agitando con un suave frufrú el vestido blanco con brocados y la falda con pasamanerías de seda, larga hasta los pies por la que sobresalían apenas las botas azules
— Asunta, no quiero parecer una reina. Tan sólo una novia
La madre de Brenda no estaba de acuerdo en que usara esas prendas para el viaje.
— Es muy largo el trayecto. Tu vestido llegará destrozado.
— Madre, mi ropa debe reflejar mi interior. No importa lo que ocurra; el destino protegerá las prendas.
— Me preocupas, Brenda. Yo no te puedo acompañar debido a mi pierna. Está muy hinchada en estos días. No es bueno para tu virtud que viajes sin compañía , en especial cuando debes alistar los detalles de la boda.
— La virtud, madre. no depende de las costumbres, de la moral, de la Iglesia ni de lo que piensen los demás. Es un movimiento interior. Si mi prometido no lo entiende así, que suspenda el matrimonio. Sabes que mi modelo es la Emperatriz de Austria, Isabel de Wittelsbach. Ella odia el protocolo, fuma y viste como quiere.
La mujer negó con la cabeza. No estaba de acuerdo con esas nuevas ideas, pero sería inútil discutir con su hija.
Las dos criadas y el mozo que atendían la casa esperaban junto al carruaje, un coche pintado de blanco, azul y rojo con el frente descubierto para que en esos días de caluroso otoño, el viajero pueda sentir el viento en su rostro. En uno de los costados llevaba un mástil con un gorro frigio. El mozo ubicó el equipaje en la parte trasera.
— ¿Dónde está el cochero? — Preguntó la madre de Brenda.
El hombre llegó de la cocina limpiándose la boca con la manga y esparciendo un fuerte olor a cerveza. El gorro llegaba hasta las orejas y por debajo asomaban mechones despeinados. La nariz tenía forma de gancho y los gruesos labios se curvaban hacia abajo en lo que parecía una mueca de desprecio. Lo que más se destacaba era la joroba. Surgía del lado izquierdo de la espalda, levantándose como un monolito. El extremo estaba descubierto y mostraba una superficie blanca, orlada con bandas violetas. Brenda pensó que el hombre era la versión masculina de una bruja. Deteniéndose ante la madre de la muchacha, apoyó una rodilla en tierra y besó su mano. La joroba acompañó los gestos, como si tuviera vida propia. Del interior de la chaqueta sacó un fajo de papeles que alcanzó a la mujer.
— Como usted verá, su eminencia el Arzobispo Rubiano me ha recomendado para que lleve con bien a la niña en el trayecto que debe recorrer. Sé que mi aspecto resulta extraño, pero puede leer en mis recomendaciones que soy un hombre en extremo piadoso. Aquí hay una nota de la señora Magdalena, dueña de la posada que se encuentra a mitad de camino y a quien usted conoce. Ella también me recomienda. Su hija pasará allí esta noche antes de continuar mañana el viaje a la ciudad.
La mujer simuló revisar los documentos. Ya había recibido los originales por un correo de la ciudad. Ante la negativa de Brenda de ser acompañada por alguien de la familia, su tío, ayudante personal del arzobispo, había hecho averiguaciones entre varios cocheros concluyendo que aquel hombre era el mejor. La mujer sabía de su aspecto extraño y su joroba. El propio clérigo, al final de la carta, luego de enumerar las virtudes del recomendado, afirmaba que su caso era una prueba de la expresión de Santo Tomás: “Lo deforme es la expresión de lo deiforme”.
Brenda dejó que su madre se ocupe de la parte formal y ayudada por las criadas subió al carruaje. El cochero se acercó a ella y la saludó con una reverencia.
— Señorita, mi nombre es Cristino y tendré mucho gusto en conducirla a la ciudad.
2
El sol brillaba en un cielo sereno y templado. Con los preparativos del viaje, Brenda casi no había descansado y dormitó unas horas. De vez en cuando abría los ojos y veía frente a sí la joroba; el cochero había corrido el trozo de tela opaco, dejando al descubierto la punta. En la franja violeta, donde no llegaba la sangre, el sol se descomponía en destellos dorados.
La muchacha sintió que le molestaban los zapatos. Eran nuevos, de cabritilla; en Inglaterra los llamaban Ankle Boot. Aflojó las tiras que los sujetaban el empeine y la parte baja de la pierna; comprobó que el hombre estaba concentrado en el camino y se los quitó. Apoyó en la baranda sus pies pequeños enfundados en finas medias. Eran populares entre los caballeros que frecuentaban la casa, quienes elogiaban la fineza de los tobillos. Su propio novio había escrito varios poemas dedicados a sus plantas y a un par de zapatos que lo fascinaban. En las reuniones sociales, Brenda reía detrás del abanico, ya que cuando los caballeros la rodeaban, luego de besar su mano y pronunciar algunos requiebros, todos bajaban las cabezas para observar sus pies.
Al rato volvió a sentir sueño, y a punto de dormirse le pareció que la joroba se inclinaba hacia ella. La despertó la voz chillona del cochero.
.
— …la vida es una lucha, señorita. Hace unos años en la Iglesia me han dejado leer el Bhagavad-Gita, un libro traído de la India por los ingleses. Allí se narra una batalla, pero no una batalla cualquiera. El príncipe Arjuna es conducido a la lucha por su cochero, el dios Krishna. Él tiene dudas, ya que debe matar a muchos, entre ellos familiares y amigos...
Brenda advirtió el espejo cuadrado sostenido por una varilla agitándose con el movimiento del carruaje. Reflejaba parte del rostro del hombre, y le permitía ver hacia atrás. Quizá la estuviera espiando cuando se descalzó; retiró de inmediato los pies de la baranda.
— Krishna dice que su deber como guerrero es acabar con los enemigos y que está obligado a matar por encima de los lazos de parentesco o amistad. De allí lo que le digo: la vida es una lucha.
El hombre se volvió intentando sonreír, pero sólo esbozó una mueca. Gruesas y negras gotas de traspiración bajaban desde la punta de la joroba. Brenda se sintió incómoda. No entendía por qué el cochero hacía referencia a esa historia antigua que no le importaba.
— El Gita dice que la espada no debe vacilar, aún cuando debamos matar a los que amamos…
— Disculpe, señor pero no entiendo mucho de lo que habla. Necesitaría una introducción a todo esto.
— El dios habla de los yogas o caminos. El que corresponde a Arjuna, es el yoga o sendero de la acción. Existe también el Bakhti o yoga del amor… a propósito, ¿cómo anda usted del amor?
— De eso ando muy bien, Me voy a casar.
— Entonces usted, como Arjuna, va a librar la gran batalla, en la que deberán caer amigos o parientes, ya que todos son expresiones del mismo ser con diferentes máscaras.
— No estoy de acuerdo. Usted me habla como si el matrimonio fuera una guerra, y no lo creo así.
— El amor es una batalla, lo mismo que la vida.
3
Años después, Brenda contará la historia a su amiga Terencia, entusiasta de las doctrinas de Mesmer. Ella comentará este primer diálogo con el cochero.
— Una técnica de hipnosis consiste en iniciar la charla con un fragmento de conversación que la otra persona no entienda, pero que resulte atractivo — explicará Terencia — Quizá en la referencia sobre el Bhagavad-Gita se haya iniciado todo
El cochero guardó silencio y Brenda volvió a dormirse. La despertaron voces de hombres; varios guardias a caballo habían detenido el carruaje.
— ¿Dónde se dirigen? — preguntó uno de ellos.
El cochero contestó con voz de falsete
— Vamos a la posada del Manco, propiedad de doña Magdalena Irzús.
— Se ha escapado Eric el Rojo, el famoso ladrón de caminos. Está armado y es peligroso; no se aparte del sendero público.
Partieron. Un suave olor a cítricos llegaba de la joroba. Brenda sintió rechazo y una leve náusea, pero no podía dejar de mirarla fijamente.
4
Cuando vieron en la distancia La Posada del Manco , la muchacha se calzó rápidamente. Al llegar, el cochero condujo el carruaje al patio donde había agua y comida para los caballos.
El edificio contaba con dos grandes plantas. . En una de ellas estaba la cantina, repleta de hombres que bebían y reían y en la otra se encontraban los cuartos y la hostería. El cochero guardó el carruaje y se dirigió a la taberna donde un grupo de hombres golpearon con entusiasmo su joroba y lo condujeron al interior.
En ese momento apareció Magdalena, la dueña, amiga de la familia de Brenda. No llegaba a los cuarenta años y muchos la consideraban demasiado joven para estar al frente de una posada como aquella, pero no le había quedado otro camino luego de la muerte de su esposo. De cabellos rubios y rizados, el rostro era redondo con mejillas muy rojas y un hueco a la altura del mentón que se ensanchaba con la risa. Su nariz era alargada y los labios pequeños, con forma de corazón. Ordenó a un par de mozos que ayudaran a bajar a Brenda y ya en el suelo la abrazó con afecto.
— Querida muchacha, bienvenida a mi hogar. Guardé la mejor habitación para ti. Como verás, la posada está llena de gente y debo ocuparme de todos, pero ya tendremos un momento para conversar.
La mujer llevaba un traje ocre, con mandil azul y una cofia. Debajo de la larga falda, mostraba sus pies descalzos, blancos y pequeños. Acompañó a Brenda hasta su habitación en el segundo piso; paredes blancas; mobiliario escaso y preciso. Una lámpara de aceite estaba encendida y a través de la ventana refulgía la luna en cuarto creciente. Magdalena hizo sonar una campanilla y casi enseguida llegó una joven de no más de trece o catorce años; rostro alargado, nariz recta y una constante sonrisa entre infantil y obsequiosa. Vestía traje blanco, con cofia y también estaba descalza.
— Ella es Hipólita. Te hará compañía durante la noche. Si necesitas algo no tienes más que pedírselo. Ahora debo dejarte, Brenda. Como verás, tengo mucho trabajo y no puedo confiar en la servidumbre, pero más tarde o mañana conversaremos. Cuando te acomodes, Hipólita te servirá la cena. No te acerques a la cantina. Los hombres beben mucho y son groseros.
Brenda no apartaba los ojos de los pies blancos de la mujer que asomaban debajo de la larga falda.
— ¿No es malo que andes descalza?
Antes de contestar, la posadera miró a todas partes para comprobar que no la escuchaban.
— Es la consigna de mi cofradía … más tarde conversaremos
La mujer se alejó rápidamente e Hipólita acompañó a Brenda al interior del cuarto, llevando las dos maletas.
— Señorita voy a alistar su cena — dijo con una reverencia — cuando se ponga cómoda la espero abajo. Brenda cerró la puerta, y eligió un vestido más cómodo, y acorde al lugar. El miriñaque se había insertado cerca de su cadera y por un momento pensó que su madre tenía razón, que no era una indumentaria adecuada para el viaje. Práctica en aflojar el corsé, no necesitó de ayuda para hacerlo.
Al terminar se asomó a la ventana pequeña que daba al prado y al oscuro bosque extendido delante de la posada. La noche estaba clara y la luz de la luna caía gelatinosa sobre los senderos. Sintió hambre y decidió bajar. Hipólita la esperaba al pie de la escalera y permaneció junto a ella mientras cenaba.
Desde su silla, Brenda pudo ver lo que ocurría en la taberna, un gran salón rectangular. De un lado estaba el mostrador y del otro un par de largas mesas en las que los hombres no dejaban de beber. Cristino iba de grupo en grupo, conversando animadamente. Su joroba era tan alta que a veces tropezaba con las luces que colgaban del techo. Los demás la palmeaban, la pellizcaban o reían de ella, y él no se ofendía. Un niño que estaba en el lugar, saltaba hasta tomarse de la giba con ambas manos y se balanceaba como un mono.
El menú incluía un caldo espeso seguido por carne de ciervo de la zona y acompañado de un vino rojo y grueso. Como gentileza de la posada, Hipólita sirvió a Brenda compota de manzana procedente de Londres. Explicó que las reservaban para huéspedes distinguidos.
Al terminar, subió a su cuarto seguida por la criada. Brenda se acostó e Hipólita se sentó en una silla. Apagaron la lámpara y conversaron bajo la luz de la luna que entraba por la ventana.
— ¿Sabes quién es Sissi? — preguntó Brenda y la joven contestó que no con la cabeza — es la Emperatriz de Austria. ¿Quieres que te cuente sobre su vida?
La chica asintió y Brenda habló durante una hora acerca de la soberana, de su negativa al protocolo y el hábito de fumar como un hombre. Describió la displicencia altiva con que la emperatriz tomaba los romances de su marido.
— Recientemente su hijo, el príncipe heredero Rodolfo se ha suicidado con su joven amante, la Baronesa María Vetsera en el refugio de caza Mayerling. Eso fue para ella la destrucción
Hipólita no entendía mucho de lo que decía Brenda, pero escuchaba atenta, asintiendo con la cabeza y con los ojos muy abiertos. Era la primera vez que una dama hablaba con ella de igual a igual sobre las costumbres de los poderosos. Finalmente su cabeza cayó hacia adelante y quedó profundamente dormida.
A pesar de lo blando del colchón de estopa, Brenda no pudo conciliar el sueño. De vez en cuando se levantaba, y miraba la luna . Hasta el momento, su vida había transcurrido en la casa paterna, tejiendo junto a su madre. La señorita Cora, una francesa arrugada, le había brindado educación. Extrañaba la libertad que nunca había tenido;
Se levantó y miró por la ventana; sus ojos se clavaron en los lindes del bosque . La noche ofrecía posibilidades interminables, pero el recato de una joven que estaba por casarse, le impedía salir e internarse en los senderos. Luego de su matrimonio, el tiempo correría entre fiestas, clases de piano y la crianza de los hijos. Hubiera deseado una vida salvaje, llena de peligros. Más allá de esos árboles empezaba la tierra de los crueles bandidos, asaltantes de carreteras. Se comentaba que eran muy románticos y que tenían como norma hacer felices a las mujeres. Brenda fantaseó durante un rato en ser amante y hasta esposa de uno de ellos. Quizá perdiera las comodidades que había tenido hasta ahora, pero viviría plenamente la vida.
Decidió arreglar sus pies. El sacerdote de la iglesia afirmaba que ocuparse de una parte del cuerpo era vanidad, pero Brenda estaba orgullosa de ellos. Había heredado las líneas de su madre: empeine alto, arco profundo y dedos suaves, casi trasparentes. Con una pequeña cuchilla y una lima traída de Londres, cortó y emparejó sus uñas. Luego extendió en los empeines y las plantas capas de crema elaboradas por las criadas con glicerina e hierbas recogidas en el monte para dejar la piel lisa y brillante.
Estaba por acostarse, cuando golpearon suavemente la puerta.
5
— Quién es?
— Soy Cristino, su cochero
Cerca del techo había una claraboya y a la luz de la lámpara que iluminaba el pasillo, se reflejaba la sombra de la enorme giba. Brenda abrió lo suficiente como para asomarse.
— ¿Qué desea?
la joroba del hombre se movía nerviosa a un lado y al otro.
— Señorita, los guardias informan que Eric el rojo, el ladrón de los caminos, sigue libre y puede atacar la posada. Ellos han debido marcharse y no hay personal suficiente para proteger el lugar. Es mi deber acompañarla en su cuarto hasta el amanecer. La doncella que está junto a usted duerme profundamente y no podrá hacer mucho si se produce un ataque de los bandidos. Además de las recomendaciones presentadas a su madre, los posaderos saben que mi conducta es honorable. No necesito dormir. Me bastan un par de tragos de agua, y pasaré la noche en oración.
Brenda se mantuvo en silencio. No quería ser descortés.
— ¿Qué decide entonces? Si es molesto para usted debe decírmelo. Lo único que anhelo es protegerla.
Antes de contestar, la muchacha se mordió los labios.
— Sepa que mañana me voy a casar; que una mujer no sólo debe cuidar su virtud, sino la apariencia de esa virtud…
No era esto lo que pensaba, pero con el fin de impedir que aquel hombre entre a su cuarto, debía utilizar ese argumento. El cochero hizo un breve gesto de desilusión.
— Claro, como la mujer del César
Saludó bajando la cabeza y Brenda lo escuchó alejarse. Bebió agua de la jarra; sus manos temblaban y trató de tranquilizarse mirando el paisaje nocturno, pero no podía olvidar la imagen de la joroba. Hipólita roncaba suavemente con la cabeza a un costado.
Un rato después, volvieron a llamar a la puerta.
— Brenda, puedes abrir. Soy Magdalena
El cochero esperaba detrás de la posadera.
— Te garantizo que este señor es un perfecto caballero. El riesgo de los ladrones es real. A pesar del problema en su espalda, él ha recibido formación y disciplina militar y está en condiciones de enfrentarse a cualquier peligro. La mayoría de los clientes han ido a dormir y del trabajo que queda pueden ocuparse mis asistentes, de modo que yo también permaneceré aquí velando tu sueño. Tu virtud no se verá amenazada.
Brenda asintió y los dejó entrar. Cristino tuvo que agacharse para que pasara la giba con un constante balanceo .
— Ahora duerma, lo necesita — dijo con su voz aguda— Es un viaje largo, yo me sentaré en esta silla, la señora Magdalena lo hará en la otra e intervendremos si ocurre algo.
— ¿Es realmente necesaria esta vigilia? — preguntó Brenda — ustedes también están agotados y deben descansar.
— Créame que es necesaria — respondió Cristino — Ahora trate de dormir
La muchacha sintió que las últimas palabras fueron dichas por la joroba. La posadera y el cochero conversaron en voz baja. Brenda miró fijamente los pies desnudos de Magdalena, cruzados uno sobre el otro. Parecían brillar con luz propia.
6
En la charla que muchos años después mantendrá con su amiga Terencia, la misma insistirá que Brenda fue víctima de una complicada hipnosis, y el sueño de esa noche habría sido otra de las piezas claves.
— Mesmer dice que se puede imantar una pieza de metal, cargándola con un sueño que el hipnotizador elige. Al sumergirla en un vaso de cualquier bebida se puede lograr que ocurra esa misma noche. El sueño inducido introduce el mundo de la noche en tu vigilia y te hace vulnerable. En el vino que bebiste en la cena han hundido una barra imantada y quizá fue esa chica que mencionas, Hipólita, por orden de su ama.
La Brenda del futuro escuchará aquello con una sonrisa y no afirmará ni negará las palabras de su amiga.
A poco de dormirse se soñó a sí misma despierta en la misma habitación de la posada. No estaban el cochero, la posadera ni la doncella y la puerta que daba al pasillo golpeaba rítmicamente contra el marco. Brenda se levantó de la cama y la cerró. Sabía que estaba en un sueño, y al mirar hacia afuera descubrió que la luna no estaba en cuarto creciente, sino en plenilunio. Durante un rato siguió con la mirada las sombras que se perdían en el oscuro bosque. Respiró profundamente con una súbita sensación de paz.
Fue entonces cuando advirtió que había alguien en el cuarto; llegó a percibirlo como una rápida sombra que se arrojaba sobre ella, mientras un par de manos la sujetaban.
— ¡No te muevas ni respires! Vendrás conmigo.
Sintió algo frío en la garganta y supo que era la hoja de un alfanje. El desconocido la cargó en brazos, salió por la ventana y se deslizó por una escala hasta llegar al suelo. No dejaba de hablar junto al oído de Brenda, aunque ella no entendía el idioma. Llegaron al prado. .
— … voy a quitar mi mano de tu boca. No se te ocurra gritar. Si lo haces te corto el cuello.
El hombre despedía un fuerte olor a tabaco, vino y sexo. Brenda pensó en Pablo, su novio. Antes de abrazarla demoraba diez minutos en quitarse los guantes y siempre olía a colonia que traían para él de la campiña francesa. Se vio a sí misma desde el aire en los brazos del ladrón. Era una mancha blanca, frágil y supo que el hombre era el propio Eric el Rojo
Desde lo alto vio la giba flotar en el aire de la noche. De ella se desplegó la figura de Cristino. El jorobado ladró con furia. Eric el Rojo soltó a Brenda y sacó una espada que destelló bajo la luna. La joroba se emancipó de la espalda del contrahecho, flotó en el aire unos momentos y golpeó al ladrón en la cabeza desmayándolo.
El resto del sueño fue confuso. La giba tenía una boca redonda que al inclinarse rozó los pies desnudos de Brenda. Luego Cristino la tomó entre sus brazos y subió con ella por la escalera que parecía sostenerse en el aire de la noche. El cochero, a diferencia del ladrón, despedía un fuerte olor a naranjas.
Cuando despertó, la luna seguía brillando. La posadera y la doncella no estaban y el jorobado dormía en la silla; su cabeza colgaba hacia atrás y roncaba ruidosamente. Despertó unos segundos después que Brenda
— El ladrón se acaba de marchar — anunció — la he salvado de un secuestro.
— Fue un sueño — respondió Brenda
— ¿Y cómo pude saber lo que soñaba?
— Eso le pregunto. ¿cómo hizo para saberlo?
— Es lo que algunos llaman la ciencia infusa.
— ¿Qué es eso?
— Es algo que se sabe porque sí, por un golpe de intuición. De este modo se puede predecir el futuro.
— Entonces sabrá si otro ladrón llegará esta noche.
— Por ahora estamos a salvo, pero antes del amanecer, usted acariciará mi joroba con sus plantas.
A pesar de estar cubiertos con la sábana, Brenda retorció sus pies, tratando de esconderlos.
— ¿Por qué dice eso?
— Porque es así. No se confunda. Es una afirmación espiritual, no sensual. Sus pies son perfectos, deliciosos. Ellos resumen la totalidad de su belleza que es mucha. Mi giba es monstruosa, es el ejemplo de toda la fealdad del mundo. Lo que usted desea es que mancillen su pureza, quiere sentir el goce del monstruo arrasando a la bella. Y para eso nada mejor que sus pies en mi joroba como un símbolo universal
— ¿Quién le dijo que yo quiero eso…?
Un resplandor surgió por la ventana; en el cielo un círculo enorme, rojo y amarillo giró furiosamente.
7
— Algo debía servir de base a la sugestión —insistirá su amiga en el futuro — es posible que en la joroba, el cochero escondiera un gigantesco imán del cual surgieran ondas magnéticas que alteraran tu percepción para obligarte a que hagas cualquier cosa..
Brenda la escuchará pensativa.
— Debes saber Terencia que en el sueño, cuando la joroba se inclinó hacia mí, pude tocarla y era blanda y firme como tejido humano.
— Mesmer hablade un tejido de metal que puede intercalarse con el humano…
Terencia seguirá con sus especulaciones hasta pedir a su amiga que continúe con el relato
Brenda tenía mucho sueño , pero procuraba no dormirse. El vértigo y una intensa sensación de peligro llegaban desde sus pies.
— Viajemos, viajemos — Escuchó desde lejos la voz aguda del cochero. Tan sólo podía ver la joroba, emancipada del cuerpo, moviéndose rítmicamente, como si bailara.
— Viajemos… viajemos.
— ¿Viajar? ¿A dónde?
— Viajemos a otro mundo que tiene las mismas ciudades y las mismas personas que amamos y a la vez odiamos.
No se resistió cuando el jorobado la tomó entre los brazos.
— No deberá llevar calzado — dijo a su oído — No lo necesitará durante el viaje.
Tras la ventana, estaba la misma escalera que había usado el ladrón en el sueño. Lentamente, aunque con mucha agilidad, Cristino descendió peldaño a peldaño hasta llegar abajo. El carruaje se había convertido en una diligencia descubierta y arrastrada por hermosos caballos blancos. El cochero sentó a la muchacha con mucho cuidado. Luego subió al pescante y condujo en la noche iluminada por la luna que había retornado al cuarto creciente. La joroba parecía flotar
Viajaron largamente por campos de flores otoñales pardas y violetas. Una bandada de loros amarillos los escoltó durante un trecho. En los campos había vacas y toros junto a unicornios. Todos se alimentaban de plateadas hierbas.
Por el sendero caminaban caravanas de hombres brillantes, azules y verdes que se demoraban en atravesarlo. A ambos lados se levantaban arbustos con rostros humanos y garras en vez de hojas. Inútilmente intentaban detener el carruaje.
Luego atravesaron farallones: a un lado la montaña y al otro un furioso mar. Las rocas eran iluminadas desde adentro y alguien había esculpido en ellas enormes rostros. Brenda vio una talla muy parecida a sí misma.
Llegaron a la ciudad con las primeras luces del día. Cuando atravesaban los suburbios, Cristino detuvo el carruaje en un lugar desierto y se volvió hacia ella. Sus ojos brillaban y los labios se curvaban en una mueca. Le alcanzó un puñal nuevo, plateado que relumbró bajo la luna.
— Va a necesitarlo.
Brenda se negó
— Me asustan las armas.
Bajo la luna llena, la daga brillaba hasta encandilar. Como la joroba, le producía rechazo y fascinación
— Le aconsejo que lo tome. Si no lo usa me lo devolverá — dijo Cristino deteniendo el carruaje — Le confieso algo: mi joroba tiene vida y está atenta a lo que hace. Tome el puñal. La luna, que es la joroba de la noche, también está alerta, esperando su decisión.
Brenda obedeció. La daga medía unos veinte centímetros y su hoja era filosa y aguda. El acero estaba tibio y parecía latir. Con un estremecimiento, lo guardó entre las ropas.
. Antes de llegar, sintió el perfume a lavanda francesa que flotaba en el aire y llegaba al carruaje. Pablo esperaba de pie, vestido con levitón y guantes. Al llegar junto a él, se acercó al carruaje y la ayudó a bajar.
— ¿Por qué estás descalza? — preguntó — te puedes dañar los pies…
Cuando la muchacha descendió, el jorobado adelantó el coche con la intención de dejarlos solos. Ellos se abrazaron discretamente y otra vez Brenda sintió que flotaba y veía todo desde arriba; su cabeza junto a la de Pablo en la soledad del andén ., una novia que llega a aprontar los detalles de su boda; una pareja saludándose. Se vio a sí misma hablando, aunque no tenía noción de sus palabras. Las nubes tenues volaban a un lado y al otro, como si hubiera atravesado las primeras capas de la atmósfera. El viento súbito y helado la hizo bajar vertiginosamente y por un momento temió chocar contra ella misma, pero se limitó a ocupar su cuerpo y la recibió el aliento de Pablo. Estaban muy juntos, con los labios casi pegados.
Sintió el corazón de su novio latiendo como una pasa y tuvo visiones del futuro ; su rostro avejentado, los labios caídos y una expresión de desesperanza en medio de un enjambre de niños. Intentó escapar del abrazo, pero las manos de Pablo la sostenían y los ojos la miraban fijamente. Movió su mano derecha y encontró el puñal que le había dado Cristino.
— ¿Serías capaz de matar por mí? — preguntó por lo bajo a su novio. Él la miró sorprendido.
— ¿Cómo dices…?
— …porque te digo que yo soy capaz de matar por mí.
Sacó el puñal y lo clavó en su pecho. No tuvo que esforzarse; la hoja brillante, fina, resistente, atravesó sus costillas y entró con facilidad en su corazón. Pablo la miró con asombro, sin llevar las manos a la herida; sin caer. Estuvieron así unos segundos, uno frente al otro. Los ojos de su novio se convirtieron en bolas de vidrio y su cuerpo empezó a enfriarse.
— Suba, señorita — es momento de irnos.
Cristino había bajado del coche y la ayudó a trepar. Dio la orden a los caballos que cabalgaron rápidamente. Pablo siguió en la acera, con los brazos abiertos en el gesto de estrecharla. En el carruaje, Brenda vio que la joroba crecía aún más y la luz de la luna se concentró en su punta roja con leves estallidos de luz.
Otra vez sintió sueño y se durmió.
(Continuará)
Ricardo Iribarren
Registro Nacional de Derecho de Autor Nº 1-2009-23606 — Colombia 2009
Publicado por Ricardo Iribarren en 07:26


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