Revista Literatura

El Viaje de Brenda o Los Pies de la Novia (2)

Publicado el 30 abril 2010 por Descalzo
El Viaje de Brenda o Los Pies de la Novia (2)

A
Pilar y Otros Mundos
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En los primeros años del siglo XX, los dirigibles surcarán el cielo de Europa; en Alemania tomarán las primeras radiografías y en todo el continente será cada vez más conocido el cinematógrafo.
En la sala de Brenda, Terencia procurará interpretar los hechos que viviera su amiga en aquellos lejanos días.
— Cierta vez Mesmer demostró ante un juzgado que un asesino había logrado magnetizar un puñal para sugestionar a las víctimas y de ese modo evitar que se resistan. El cochero al que llamas Cristino, te ha dado una daga con carga magnética para que no sientas remordimiento al clavarla en el pecho de tu novio.
— Terencia, querida amiga Yo tomé la decisión de matar a Pablo. En cuanto a lo demás, te concedo el beneficio de la duda, pero no necesité de ninguna sugestión para atravesar su corazón.
En el viaje de vuelta, Brenda sintió que podía ver desde el aire las laderas y las cimas de los montes. Fuertes colores vibraban bajo un amanecer suspendido del cielo. Aquel era un viaje falso, pero el asesinato de Pablo era real.
Vio también el carruaje, la enorme giba de Cristino y ella misma sentada como un insecto, con sus pies recogidos en el asiento. Podía volar donde quisiera y se desplazó hasta encontrarse a pocos centímetros de la joroba, esa gloriosa masa de carne con olor a naranjas que hendía el aire de la mañana. En el tejido violáceo se destacaban cuatro aberturas, un par de ojos, una nariz y una boca.
— Ya no tengo dueño — dijo Brenda en voz alta — Me entregaré al hombre que me merezca.
— ¿Estás segura que lo mataste? — La joroba podía hablar a través del hueco que hacía las veces de boca.
— La daga que hoy clavé en su corazón seguirá allí. No sé si volveré a verlo, pero el puñal no sólo atravesó su pecho, sino que destruyó aquello que lo mantenía vivo.
— Entonces te entregarás a mí.
— Nunca dije eso, pero tendría la libertad de hacerlo. Ya no soy una novia que viaja a casarse. Mi corazón canta y desea realizar lo prohibido. Quiero sentir la alegría del viento y vivir mil vidas a la vez. La verdadera virtud es cumplir fielmente todos los deseos.
— Lo único que te pido es que me acaricies con tus plantas desnudas.
Brenda se puso de espaldas y en el aire vio sus pies blancos y pequeños que vencían el viento. Se acercaron a la joroba y al rozarla sintió que algo crepitaba. La giba suspiró y se aflojó en un enorme gesto de alivio.
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Terencia y Brenda conversarán en su cuarto. Las sirvientas atenderán a sus hijos.
— Estás describiendo algo muy importante según el magnetismo: los pies están llenos de terminaciones nerviosas y si los apoyas sobre una superficie poderosamente imantada, a través de ellos podrá llegar la sugestión. Ha sido una imprudencia no llevar calzado.
— Terencia, han pasado muchos años, he sobrevivido y ahora converso contigo.
Brenda se durmió en el coche y despertó en su cama a poco del amanecer. La recibió la doncella quien luego de saludarla eligió de acuerdo a sus órdenes un atuendo deportivo: falda simple y botas de montar. .
— ¿Estuviste aquí todo el tiempo, Hipólita?
— Es lo que me ordenaron
— ¿Y me viste dormir?
— Claro; la señorita es muy hermosa cuando duerme.
Mientras se vestía, Brenda pensó en Pablo, parado en la estación de carruajes y con el estilete clavado en el pecho. Era parte del sueño, pero tenía la certeza de haber estado allí. Al mirarse en el espejo se vio demacrada y decidió colocarse una doble porción de polvos en las mejillas.
— La señora Magdalena dice que debemos apurarnos; el carruaje espera desde el amanecer.
Algunas personas desayunaban y cuatro criados limpiaban la cantina recogiendo botellas rotas y vasos vacíos. Brenda se asomó por la ventana y vio a Cristino sentado en el pescante. En su espalda la joroba se inclinaba hacia abajo, como si hubiera perdido fuerzas.
Hipólita la dirigió al pequeño salón donde la esperaban un par de huevos a la francesa y frijoles parisinos. Al terminar, llegó Magdalena luciendo un vestido verde de diario. Seguía descalza
— Brenda, querida, tengo algunos recados para tu madre. Supuestamente debes viajar a la ciudad y quedarte allí para arreglar los detalles de tu boda, pero estoy segura que nos veremos antes de eso.
— ¿Por qué lo dices?
— Mis intuiciones difícilmente fallan.
El piso estaba sucio, pero las plantas de Magdalena mostraban un tono entre rosado y blanco, como si no las afectara el polvo. Sus pies parecían los de una persona mucho más joven.
— Magdalena, ¿Tenemos unos minutos? ¿Puedo preguntarte algo?

— Lo que quieras, querida
— Ayer me hablaste de una cofradía de mujeres…
La posadera hizo un gesto de silencio. Se levantó y revisó los pasillos laterales para asegurarse que no las escucharan.
— Es algo que sólo deben conocer quienes pertenecen a ella— respondió en un susurro— Se trata de la Cofradía de Mujeres Descalzas., un grupo en el que sólo podemos participar nosotras. No se admite a los hombres.
— ¿Qué hacen allí?
— En los pies de la mujer se concentra la fuerza, la gracia, la feminidad. En la Cofradía, danzamos, celebramos rituales y nos reunimos en un refugio secreto en el bosque. Nos da la protección….
Se detuvo un momento antes de pronunciar el nombre. Luego se inclinó hacia Brenda y habló casi en el oído
— …Erick el rojo
— ¡No puede ser!
— De esto no debes decir ni una palabra… Ahora quítate los zapatos.
— ¿Para qué?
— Hazlo — pidió Magdalena mientras sacaba un pequeño pote de los pliegues de su vestido. De él extrajo un ungüento negro que aplicó suavemente en los empeines de Brenda. Apenas lo frotó, fue absorbido por la piel.
— Acabo de iniciarte en nuestra Cofradía. Sé que soñaste con Cristino y su joroba; en el sueño también asesinabas a tu novio.
— ¿Cómo lo sabes?
— Te conozco y por eso pude visitar tu imaginación. Brenda querida, si te puse este ungüento es porque perteneces sin saberlo a nuestro sagrado grupo y nos encontraremos muy pronto cerca de aquí…
Magdalena se interrumpió ante la entrada del cochero quien las miró con una expresión contrariada. La joroba parecía haber crecido aún más o el hombre haberse reducido, ya que se surgía diminuto debajo de la mole de carne que casi rozaba el techo; saludó con un gesto de cabeza y con un gesto pidió que lo sigan.
Mientras cargaban las maletas de Brenda en el carruaje, un travesaño de madera cayó con estrépito. El cochero se inclinó y lo levantó maldiciendo sin importarle la presencia de las damas.
— Recuerda lo que hablamos — dijo por lo bajo la posadera a Brenda mientras se despedía — nos volveremos a encontrar y seguiremos con esta conversación, pero no debes comentar nada.
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. El cielo estaba nublado y a poco de viajar se desató una lluvia torrencial. El ruido de las gotas sobre el techo del carruaje y el traqueteo del vehículo, hicieron dormitar a Brenda. A través de los ojos entornados, vio la joroba de Cristino levantándose como una torre que atravesaba las nubes e interrumpía el vuelo de los pájaros.
— ¡Maldito sea Dios y su enjambre de ángeles!
Lo despertó la voz aguda del cochero. El aguacero había amainado y el carruaje se detuvo. Al parecer, las riendas se habían enmarañado y costaba desenredarlas. Cristino bajó armado de un rejo y golpeó furiosamente a uno de los caballos mientras lo maldecía con voz atorada. Su joroba se agitaba de un lado al otro en una enloquecida danza de furia. El animal cayó al suelo y el hombre no se detuvo. De los ijares de la bestia surgieron hilos de sangre
— ¡Por favor no siga golpeando! — grito Brenda, pero el cochero estaba demasiado furioso como para escucharla La muchacha bajó del carruaje y sus zapatos se hundieron en el barro.
— ¡Deténgase! ¡No sea bruto…!
En el suelo, el animal relinchaba de dolor. Brenda se colgó del brazo del hombre intentando detenerlo. Él la empujó arrojándola sobre el camino y se volvió hacia ella. Su rostro estaba deformado por el odio.
— ¡Las bestias y las mujeres deben ser castigadas!.
La golpeó con la fusta en las manos, el pecho y la boca. La muchacha sintió el sabor de la sangre. De pronto se detuvo, la tomó de la espalda, apartó las manos con las que se cubría el rostro y la miró con una ternura inesperada. Al hablar no abrió la boca y fue como si su voz llegara de la joroba que se agitaba con las palabras
— La he golpeado porque la amo. Ahora suba al coche.
La muchacha obedeció.
— ¿Qué me hará?
El hombre no contestó. Brenda se miró en el espejo de mano: no estaba lastimada y los golpes ya no le dolían.
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— ¿Y no te resististe cuando te castigó? — preguntará su amiga Terencia
— ¿Qué podría hacer? Estábamos él y yo. Además, sospechaba que todo aquello era un sueño.
— Es cierto. Esa imposibilidad de precisar los límites de la realidad surge cuando la sugestión hipnótica alcanza su punto máximo. Dice Mesmer que es el momento en que el magnetismo llega al hígado. Entonces se produce la sensación de extrañamiento.
Los campos volvieron a llenarse de unicornios que pastaban junto a asnos y caballos; el aire se cubrió de pájaros centellantes que atravesaban el carruaje y cambiaban de color a medida que avanzaban bajo el sol. Desnudos, los campesinos recolectaban los frutos del otoño cantando himnos que evocaban el antiguo culto a Dionisio y las orgías.
De pronto, la joroba de Cristino se inclinó sobre ella y la miró fijamente abriendo y cerrando un par de huecos como si fueran ojos.
— No perdonaré que te haya golpeado — dijo por lo bajo refiriéndose a Cristino— cuando menos lo espere recibirá su castigo y quedaremos solos tú y yo. Quiero que seas mi esposa.
Brenda iba a contestar, pero no encontró palabras.
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Avanzaron en silencio y luego de varios kilómetros, un grupo de hombres armados y a caballo, surgió de los costados del camino. El carruaje se detuvo; Brenda sintió miedo y se cubrió hasta la cabeza con una manta, pero se asomó lo suficiente para ver lo que ocurría. Los desconocidos y el cochero se miraron en silencio durante un par de minutos hasta que echaron a reír y se abrazaron. Los recién llegados eran tres, vestidos con chaquetas, pantalones de cuero, botas y sombreros. Uno se destacaba entre los demás por su enorme estatura, su larga barba y sus rojos cabellos Hablaba en voz muy alta.
— ¡Cristino, hermano!. Es un placer verlos a ti y a la joroba…
Los demás conversaron entre ellos y Brenda no pudo precisar las palabras. El más corpulento, que parecía el jefe, se apartó y miró a su alrededor como buscando algo. Dejó a los demás y bajó del caballo. Caminó hacia el coche y la muchacha pudo ver el enorme revólver que colgaba de la cintura. Entre la espesa barba, asomaba la nariz demasiado fina que no parecía pertenecer a aquel rostro. Luego emergían los labios como un par de islas de carne en medio del pelo sedoso que cubría casi toda la cara y un poco más abajo, la punta rojiza del mentón.
Brenda pensó en cubrirse nuevamente con la frazada, pero sintió que no debía demostrar miedo y trató de sostener sin éxito la mirada del hombre. .
— ¿Qué quiere de mí? Estoy viajando. Déjeme tranquila.
Él la tomó de un brazo y la obligó a bajar
— Debemos conocernos — dijo con un susurro inesperadamente tierno.
— Usted no existe. Esto es un sueño — murmuró Brenda
— Todo es un sueño — respondió él — y tarde o temprano la realidad se desmorona, como ocurre cuando dormimos.
La muchacha sintió el vaho a alcohol, sexo y tabaco y recordó el sueño de la posada. Aquel era el hombre que la había secuestrado en mitad de la noche
— La llevaré conmigo
— ¿Va a secuestrarme?
Él no contestó y sin soltar su brazo la obligó a seguirlo.
— Mi equipaje — dijo ella — las cosas no pueden quedar aquí. Hay ladrones en el bosque.
Al escuchar esto último, el hombre rió y sus dientes asomaron muy blancos, coronando los enormes labios.
— ¡Cristino! — ordenó — lleva el equipaje de la señora al refugio.
Más allá, el jorobado hizo una reverencia asintiendo a la orden.
De pronto Brenda imaginó que sería la esposa de aquel hombre y lo seguiría en asaltos y aventuras hasta que los guardias lo asesinaran en un triste crepúsculo. Entonces lo lloraría durante tres noches. Pensó vagamente en su madre; sería una contrariedad para ella saber que no iba a casarse con Pablo, pero terminaría aceptando la felicidad de su hija.
El ladrón subió a su caballo sosteniendo a Brenda contra el cuerpo. El bosque se levantaba umbrío y se internaron en la región más oscura. Después de recorrer complicados recodos, encontraron un sendero y cuando la luz había desaparecido bajo el tupido follaje, apareció la enorme vivienda con paredes verdes, quizá para disimularla en medio de la vegetación. Luego Brenda conocería los túneles del subsuelo, por donde los maleantes podrían huir ante la llegada de los guardias.
La casa tenía una amplia sala con muebles sencillos de madera negra. Al verlos entrar, un par de muchachas rubias corrieron a un rincón y rieron entre ellas. El bandido llevó a Brenda hasta una habitación con una cama, una mesa y una ventana que daba al claro del bosque. Desde un sahumerio llegaba un fuerte olor a incienso.
— Dormirás aquí — dijo el ladrón — Después conocerás las costumbres de la casa.
— Me considero secuestrada — repitió ella — no puedo irme aunque quisiera.
— Las puertas de esta casa estarán abiertas para ti, pero te recuerdo que estamos en el corazón del bosque. Si intentas escapar, te perderás.
— Dime al menos lo que harás conmigo
— Por ahora, conocerte.
— ¿Cuál es tu nombre?
Lo intuía, pero se estremeció al escucharlo.
— Soy Erick, el Rojo. Me llaman así por el pirata vikingo. Acomódate mientras llega tu equipaje. Yo vendré más tarde.
Al salir el ladrón, escuchó los pies descalzos de las muchachas que se escondían sin dejar de reír.
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Las paredes del cuarto donde estaba Brenda eran blancas y a través de la ventana podía ver dos grandes árboles cubiertos de pájaros. Abrió la puerta y se asomó a la sala; el sol daba en la pared delantera de la casa y la luz atravesaba los vidrios. Todo estaba solitario y aprovechó para investigar. Los muebles eran sencillos, pero las finas molduras y los capiteles trabajados pretendían imitar los salones reales. La puerta que daba al bosque estaba sin llave. La muchacha la abrió y pensó que Erick el Rojo tenía razón; habían cabalgado más de una hora para llegar allí y la casa estaría muy lejos de los sitios habitados. Volvió a la sala preguntándose qué haría Sissi, la Emperatriz de Austria si fuera secuestrada por ladrones; sin duda, viviría la experiencia hasta el final.
Las muchachas, había preparado para ella té con masas. Mientras la veían comer, no dejaban de reír y se tapaban la cara con las manos. Finalmente escaparon a las habitaciones interiores.
Con el té trajeron un libro: La Venus de las Pieles. Alguna vez había escuchado comentarios clandestinos sobre esa literatura vedada para una joven como ella. Allí se describían relaciones sexuales y formas de gozo que la religión y la sociedad consideraban prohibidas.
Luego de dos horas de lectura, se miró al espejo que colgaba en la pared. Sus mejillas estaban rojas y brillantes.
Sobre el final de la tarde, una de las jóvenes se ofreció para ayudarla a bañarse. La condujo hacia una de las habitaciones del fondo donde había preparado una tina con agua tibia. Brenda entró en ella y mientras se enjabonaba, las muchachas dejaban caer recipientes de agua caliente sobre su cabeza. Al terminar ayudaron a secarla con gruesas toallas. Luego se vistió con una enagua opaca y amplia que ocultaba sus formas.
Caía la noche cuando golpearon la puerta de su cuarto. Era Erick el Rojo. Llevaba su grueso sombrero en la mano y vestía un pijama blanco.
— ¿Me permites pasar?ert
Brenda se apartó y dejó entrar al ladrón que se acomodó junto a ella. Su torso era enorme y atlético.
— ¿Estás bien? ¿Necesitas algo? — preguntó
— Quiero saber cuándo recuperaré mi libertad.
Brenda dijo estas palabras, con la convicción que no le importaba demasiado. Mientras hablaba no dejaba de mirar las enormes manos curtidas del asaltante y se preguntaba cómo las sentiría su piel.
— ¿Realmente quieres ser libre? — preguntó él con una mirada que pareció atravesarla — ¿Sabrás dónde dirigirte si te devuelvo la libertad?
Ella bajó la cabeza. El hombre tenía razón: había matado a su novio, no deseaba volver a casa de su madre y no tenía otro sitio donde regresar.
— Dejaste partir todo lo que te ataba — siguió diciendo Erick el Rojo — Aquí te trajeron tus actos y tus deseos, incluso aquellos que no puedes pronunciar.
— ¿Voy a ser tu mujer?
— Lo serás cuando llegue el momento. Quiero hablarte de mi vida como ladrón, de lo que conocí asaltando caminos. ¿Deseas escucharme?
Brenda asintió con la cabeza.
— Desde niño me criaron en el campo, entre los ladrones. Mi padre fue un asaltante de caminos y lo mataron los guardias; quizá a mí también me maten,
Se acercó a ella. Brenda sintió que su corazón latía mientras aspiraba el olor del hombre que habló durante horas; de vez en cuando se detenía para acariciar con ternura su pelo o sus mejillas.
Describió el boato que rodea a los reyes; los estandartes vibrando en el viento; habló de las joyas reales que el pueblo podía ver una vez al año cuando los monarcas se dignaban a recorrer las calles. A pesar de la extrema vigilancia, los bandidos lograban acampar en la zona; lugares provisorios que no podían estar en pie más de una semana. . Por espías en la casa real, sabían cuál era el coche que cargaba el dinero. A punta de pistola conseguían las cajas de madera repletas de lingotes y entonces se ocupaban de lo que a muchos ladrones interesaba más que el oro: las mujeres.
— Es falso que seamos brutales con las damas — Los labios de Erick el Rojo estaban muy cerca de los de Brenda — Es falso que las obliguemos a nada. Ellas se entregan voluntariamente y se da el caso de muchas que pertenecen a la casa real, están cansadas del trato insulso que les brindan sus maridos y se embarcan en un viaje con el deseo de ser asaltadas. Cuando secuestramos a una mujer y pasa un tiempo con nosotros, le ofrecemos regresar a su vida anterior, pero la mayoría se niega. De las que han vuelto, ninguna nos delató. A pesar de la vida cómoda de la corte, de los halagos que reciben hay algo que nosotros le brindamos y que tienen los duques ni los archiduques a pesar de sus riquezas.

Brenda había arrimado su cabeza al pecho cubierto de vello cinabrio de Erick el Rojo; el hombre habló de los lejanos puertos donde los ladrones llevan su botín y lo reparten bajo la luz de la luna; de las amarras de los barcos; de los suicidas solitarios y de las jóvenes que van en busca de aventura, pisando las piedras redondas y desgastadas que rodean a los viejos bodegones. Muchas de ellas terminan como prostitutas y otras encuentran el amor de su vida. La luz de la luna las guía a la sombra fresca de los barcos, donde hacen el amor hasta desfallecer

Las criadas trajeron cordero en hojas de plátano y muchas frutas. Ambos comieron y al terminar, el hombre se acostó junto a Brenda. La miró fijamente, sin hablar.
De pronto la muchacha vio la joroba de Cristino cruzar rápidamente por la ventana. Al pensar que el cochero pudiera esconderse para ver lo que ocurría entre ella y Erik el Rojo, sintió un súbito calor que llegó a sus ingles y trepó por el cuerpo hasta las mejillas.
El ladrón se inclinó sobre Brenda y la besó; luego la tomó de la cintura, y la apretó contra sí. Entonces la muchacha cayó en sueño cerrado, sin imágenes.
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— Sé que fue allí cuando perdí la virginidad — dirá en el futuro Brenda a la asombrada Terencia — Imagino el torbellino de calor, los abrazos, los besos. Pero sólo los imagino, no los recuerdo. He olvidado o perdido esa valiosa parte de mi vida.
— Me dices que la cama era de metal
— Tenía la base de metal
— Era un gran imán. Es de suponer que en el cuerpo de tu amante, ocultos entre el vello que tanto te atraía, había imanes muy pequeños que aumentaban el magnetismo animal y el poder de la sugestión.
Brenda despertó al amanecer escuchando los pasos y las risas de las muchachas. Quizá en la noche hubieran espiado lo que ocurrió entre ella y Erik el Rojo. Quizá hubieran sido testigos de otros episodios amorosos entre el ladrón y las mujeres que llevaba a aquel refugio. Se preguntó si a partir de ahora sería una prostituta o algo parecido; si el bandido se había prendado de ella como para convertirla en su amante y llevarla consigo en los asaltos.
Salió de la habitación. Las jóvenes la saludaron con reverencias. Buscó sus zapatos sin encontrarlos y recordó a Magdalena. Quizá aquellas muchachas también pertenecieran a la Cofradía de Mujeres Descalzas.
La puerta de afuera estaba abierta; decidió salir con los pies desnudos y recorrió un largo camino hasta observar entre las copas el brillo del cielo. Pasó de un suelo cubierto de piedras que lastimaban sus plantas a una hierba tersa y un polvo muy fino que recubría el sendero. Escuchó el estruendo del agua, llegó a un río torrentoso y se sentó en la orilla.
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Vio la joroba a lo lejos. Pensó en volver a la casa y evitar al cochero, pero luego concluyó que era mejor quedarse y afrontarlo. El jorobado se acercó a ella y se sentó a su lado luego de saludarla en silencio con una reverencia.
— Dejé sus maletas en la casa — dijo con una voz grave que asombró a Brenda.
— Usted me ha golpeado. No crea que lo olvidé — reprochó ella. El hombre guardó silencio y la muchacha tuvo la impresión que su joroba crecía unos centímetros. Se inclinó hacia Brenda y fijó la vista en sus pies desnudos.
El agua, el aire, el brillo del sol tenían una luminosidad especial; la muchacha entrecerró los ojos y descubrió que podía ver al paisaje y al propio cochero cabeza abajo; Advirtió que la joroba tenía la forma de un hombre cuya boca estaba abierta sobre el cráneo del giboso. A sus costados crecían cuatro bultos parecidos a muñones.
— Usted me ha golpeado — repitió Brenda — Después dijo amarme, pero nunca lo demostró.
— ¿Por qué debiera demostrar algo tan evidente como el amor? Cuando una persona se ve arrebatado por él, todos sus actos lo rezuman. Entonces no importa si traspasa la piel de la amada con un golpe o con un beso. Lo que ocurra es justificado por su pasión…
Inesperadamente Cristino se abalanzó sobre los pies de la muchacha y besó largamente los empeines llenándolos de baba. Luego se desnudó sin dejar de mirarla con una mezcla de odio y deseo. Brenda escapó, procurando no resbalar con sus plantas llenas de saliva gelatinosa. El torso del jorobado era de un color entre gris y plateado, como un pescado descompuesto; sus caderas se afinaban y terminaban en un miembro pequeño que caía sin fuerzas.
La muchacha se ocultó entre unos árboles; más allá, Cristino caminó con dificultad por el enorme peso de la giba. De pronto se detuvo y cayó de rodillas; su voz fue un chillido desesperado.
— ¡Ayuda!, ¡ayuda por favor…!
La joroba devoraba el cráneo del cochero. Con parsimonia, mordió primero el cuero cabelludo como probando los dientes y luego abrió sus fauces hasta introducir en ellas la cabeza del hombre. Cuando llegó a los hombros, las mandíbulas se dislocaron para absorber el resto del cuerpo; las piernas de Cristino se agitaron hasta desaparecer. Luego la giba miró fijamente a Brenda quien advirtió que no podía apartar sus ojos ni moverse.
— Soy el dios Krishna — dijo la joroba— Hoy un hombre se quedó con la virginidad de tu sexo. Yo aspiro a la virginidad de tus pies.
— ¿Cómo puedo perder la virginidad de mis pies? Eso es imposible.
En la giba los rasgos terminaron de formarse; recordaban a una muñeca china: cara redonda, nariz achatada y labios gruesos.
— Quiero ser el dueño de tus pies…Si me apodero de ellos, no se los entregarás a ningún hombre.
Brenda intentó moverse, pero se sentía clavada a la tierra. Recordó con espanto el sopor en que caían las víctimas de las serpientes antes de ser devoradas. Con un esfuerzo lanzó un rugido de lo profundo de su estómago que le sirvió para romper la fascinación y correr hacia el refugio. La joroba la llamó con voz atorada; sus pies aún eran demasiado pequeños para correr tras ella.
(Continuará)

Publicado por Ricardo Iribarren en 18:27 El Viaje de Brenda o Los Pies de la Novia (2) El Viaje de Brenda o Los Pies de la Novia (2)

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