Revista Literatura

El Viaje de Brenda o Los Pies de la Novia (4)

Publicado el 30 abril 2010 por Descalzo

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A
Pilar y Otros Mundos

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Brenda irrumpió llorando en la sala.
— ¡Hipólita desapareció!
Las mujeres de la Cofradía que cosían o leían pacíficamente, la miraron con asombro
— ¿Qué dices…?
— Acercó una varilla a mis pies y desapareció —
Magdalena acababa de llegar con una jarra de leche fresca y escuchó la conversación.
— ¿A qué parte de tus pies acercó la varilla? — Brenda señaló la mancha del tamaño de una uña que palpitaba en el costado.
— Hipólita sabe que no debe jugar con eso.
La buscaron en los bosques, los establos y la laguna, hasta que a las dos horas la encontraron profundamente dormida en el cobertizo anexo a la casa. Magdalena le dio a oler unas sales y se recuperó rápidamente. La despertaron llamándola y cacheteándola y luego la acosaron a preguntas, pero la muchacha no recordó donde había estado.
Alguien trajo la varilla que había usado Hipólita y Magdalena la tomó, acercándola a sus propios pies.
— Como ven, yo no desaparezco. Sólo los pies de Brenda lo permiten, así como en su momento pudieron resucitar a Erick el Rojo.
Repitió el gesto con los pies desnudos de las otras y tampoco ocurrió nada.
— Acércala a los de Brenda — pidieron las muchachas riendo entre ellas.
— Voy a hacer algo más seguro. Querida, acuéstate en el suelo.
Brenda obedeció tumbándose de espaldas junto a un poste y levantando las piernas de modo que los flancos de los pies quedaran apoyados sobre la madera. Unos segundos después, la estaca desapareció. Brenda retiró los pies y el poste se delineó en el aire como una neblina, hasta tomar su forma.
Todas aplaudieron y en poco tiempo, se puso de moda la desaparición. Las jóvenes de la Cofradía de Mujeres Descalzas, le pedían a la muchacha que las acariciara con los flancos de sus pies o simplemente dirigían a ellos una varilla imantada para esfumarse. Las experiencias eran variadas; muchas afirmaban haber atravesado las estrellas. Otras describían lugares extraños, poblados de gente que las esperaba con fastuosos homenajes, como si se tratara de reinas.
Tan popular se hizo la habilidad de Brenda que algunos de los ladrones se acercaron reclamando desaparecer y afirmaron encontrarse en polvorientos caminos por los que transitaban interminables caravanas de carretas a las que asaltaban obteniendo un rico botín.
En el futuro, Terencia escuchará a su amiga con los ojos muy abiertos.
— …esto que cuentas es magnetismo y sugestión — afirmará con tono emocionado — Una vara de metal imantada hizo desaparecer a Hipólita cuando tocó con ella una parte de tu cuerpo; recuerdo las sesiones descriptas por Mesmer donde la gente alucinaba, se desmayaba y algunos se volvían transparentes o desaparecían. Claro que lo tuyo es una ilusión, algo que está a mitad de camino entre lo falso y lo verdadero, entre el sueño y la vigilia.
Terencia tratará de disimular su expresión de gozo cuando la criada deje junto a ella un nuevo plato de pasteles de hojaldre traídos de una prestigiosa panadería de París. Brenda responderá con un mohín de disgusto.
— Querida Terencia, llevamos tres horas en las que no haces otra cosa que someter mi relato a tus conceptos de cómo debe ser el mundo.
— No son mis conceptos. Son los de alguien célebre como Mesmer.
— Es lo mismo. Si te traigo un periódico podrías interpretar todas las noticias como parte de la sugestión y el magnetismo. Si se lo mostrara a un discípulo de Augusto Comte, diría todo lo contrario.
— Querida Brenda, todos somos campos magnéticos y nuestras vidas del principio al fin pueden explicarse por los mismos fundamentos. Con más razón tu historia que ejemplifica aquello descubierto por el Maestro hace un siglo.
Ambas mujeres se mirarán desafiantes y Brenda continuará su relato.
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Pasado un mes, la muchacha no sólo se había adaptado a la casa, sino que era la amante oficial de Erick el Rojo. Casi siempre el asaltante la elegía como favorita cuando regresaba de sus atracos y pasaban juntos la mayor parte del tiempo. En agradecimiento por haberlo resucitado, el jefe de los ladrones ubicó a Brenda en una habitación aledaña al cuerpo central de la casa, con muebles propios y todo tipo de comodidades. Recibía raciones más abundantes en las comidas, y hasta le había regalado una fina almohada de plumas obtenida en uno de los atracos. Los días que permanecía en el refugio, hacían el amor y jugaban desnudos durante horas. Las demás no protestaban, ya que la resurrección de Erick y la capacidad de lograr desapariciones, hacía que sintieran por Brenda una mezcla de respeto y temor
— Califico esta etapa como una permanente noche de bodas
La Brenda del futuro advertirá que al tocar el tema de las relaciones con el ladrón, Terencia repetirá un gesto de molestia.
— Querida Terencia, dicen que una mujer vive el amor verdadero sólo una vez en su vida, y que inevitablemente lo perderá.
— Quiere decir que no eres feliz con tu marido.
— No fueron mis palabras. No digo que el amor sea la felicidad. El tiempo que estaba con Eric el Rojo fue muy apasionado y tierno, pero del éxtasis pasaba al dolor y al infierno cuando él se iba o elegía a otra.
— Es decir que las mujeres de la Cofradía de Descalzas estaban allí tan sólo para satisfacer a los ladrones.
— Esa era una de las funciones…
— No sabemos si los maleantes, el refugio y todo lo que cuentas fue real o formaba parte del largo sueño producido por la sugestión.
Brenda se quitará sus zapatos y adelantará hacia Terencia el pie derecho. En el flanco mostrará la mancha marrón con forma de media luna.
— Yo sigo formando parte de la Cofradía de Mujeres Descalzas. Mi sueño aún no ha terminado. Se prolonga hasta hoy y quizá tú formes parte del mismo.
Muchas veces, Magdalena llamaba a Brenda para conversar. Aquel día le sugirió que pasearan hasta la orilla del río. Cuando se alejaron de la casa, la posadera confesó a la muchacha su preocupación más importante: los hombres cercanos a Erick el Rojo estarían maquinando una traición.
— ¿Cuándo ocurriría eso? — preguntó Brenda
— No lo sabemos; las traiciones no avisan. Nosotras podemos leer en la naturaleza, especialmente en la tierra y sus mensajes nos dicen que debemos estar preparadas; que esta vida que disfrutamos puede terminar en cualquier momento.
— ¿Cómo puedo leer en la naturaleza, Magdalena?
— Las plantas de los pies reciben los mensajes de la tierra y te ofrecen una apertura a todos los seres. Las mujeres comunes consideran la virginidad de su himen, pero desde que nacen hasta que mueren, son vírgenes de los pies y no conocen los mensajes que la vida tiene para ellas. De poder escucharlos aunque fuera unos minutos, sus existencias cambiarían.
Magdalena pidió a su discípula que se descalzara y caminaron por el sendero. Al principio, Brenda no escuchó nada, pero cuando estaban cerca de unas enredaderas de flores, por sus plantas subió un redoble de tambores acompañado de notas agudas.
— ¿Escuchas. Magdalena?
— Aún no siento nada
— La tierra golpea mis pies cuando me acerco a la enredadera. Ponte en mi lugar.
Al percibir la música, Magdalena empalideció.
— Brenda, esto no es posible
— ¿Por qué lo dices?
— Estas flores son campánulas; cuando la música llega de ellas, es que alguien muy querido está por morir o ha muerto ya.
El redoble aumentó.
— Debemos regresar de inmediato — dijo nerviosa Magdalena
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Hipólita estaba en la puerta de la casa; las recibió con rostro preocupado.
— Es Sissi… Mataron a la reina.
— No puede ser
Entraron a la casa. Las otras lloraban desconsoladamente.
— No puedo creerlo — Brenda, abatida, se sentó en una silla— quiero saber cómo fue.
La noticia aparecía en algunos periódicos atrasados que los ladrones habían traído de sus atracos. Magdalena tomó uno de ellos y leyó con voz llorosa.
— …la emperatriz subía al vapor imperial “Miramar”, acompañada por su ama de compañía, cuando recibió el empellón de un hombre. Sissi pensó que era un ladrón; luego se sabría que era el anarquista italiano Luigi Lucheni . Al empujarla, clavó en su pecho un estilete que llegó al corazón. Al principio la reina no sintió dolor y pensó que pretendían robarle, pero ya en el barco tuvo un vahído; cuando la dama de compañía desabrochó el corsé y descubrió la terrible herida, ya era tarde…
La lectura de la noticia aumentó los lamentos. Hipólita era la única que no lloraba. Parada cerca de la puerta, permanecía seria, con aspecto solemne. Sus ojos brillaban como si sonriera en silencio.
— Con la muerte de Sissi todo empezó a ir mal— dirá la Brenda del futuro a su amiga Terencia — Al poco tiempo murió una de las vacas y los alimentos escasearon; en la Cofradía de Mujeres Descalzas, el llanto reemplazó a las risas.
— Dice Mesmer que cuando se siente tristeza o rabia dentro de la sugestión, es porque la misma está llegando a su fin
Brenda escuchará pensativa el comentario y beberá un par de sorbos de la nueva taza de té servida por la criada.
— Recuerda Terencia que mi viaje aún no ha llegado a su fin.
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Como parte de una leyenda que ya se forjaba en su vida, comentaban que Erick el Rojo había pertenecido a una familia acomodada siendo formado en una importante universidad. En su juventud se dedicó a robar por convicción, como una forma de atacar el orden establecido. En aquel tramo de tierras selváticas construyó su imperio: no sólo un refugio para los bandoleros, sino una comunidad de mujeres y hombres a los que se exigía saber leer y escribir. En la amplia biblioteca ubicada a un costado de la sala, se encontraban libros clásicos junto a autores prohibidos que no tenían cabida en la cultura oficial. Las obras completas del Marqués de Sade, los libros de Carlos Marx y de todos los autores anarquistas. Más adelante, algunos autores afirmarían que Erick el Rojo fue quien inspiró la figura romántica del bandolero.
Hipólita había cambiado. Estaba más concentrada que otras veces. Le habían enseñado a leer en el refugio y sus libros preferidos eran La Conquista del Pan de Piotr Kropotkin y el Manifiesto Comunista de Carlos Marx, autores rechazados por las buenas costumbres, ya que pretendían subvertir los principios de la economía y de la sociedad.
— ¿Has leído estos libros Hipólita? — preguntó Brenda
— Los leí, los estudié y ahora forman parte de mí misma.
Los ojos de la muchacha brillaban como un par de lámparas. Brenda recordó al anarquista italiano que había matado a Sissi; era un lector de aquellos libros que llamaban a odiar la realeza. Hipólita la miraba desafiante, en silencio, esperando su réplica y quizá una discusión, pero su amiga se mantuvo callada.
Aquella tarde Brenda caminó sola hasta la orilla del río. Brillaba el sol y el cielo permanecía azul, sin una nube; al llegar, la muchacha pisó la fina tierra de la orilla con sus pies desnudos y luego los sumergió en el agua trasparente. No llovía desde varios días y la otra ribera estaba a menos de un metro. Era frecuente encontrar en la zona hombres de Erick el Rojo pescando para aportar más alimentos, pero a aquella hora el lugar estaba solitario.
Desde sus plantas, Brenda volvió a escuchar un repique musical. Sabía por Magdalena que la música proveniente de la tierra siempre tenía un significado. Cuando resonaba en las inmediaciones de las campánulas el mensaje era trágico, pero no sabía interpretarlo cuando llegaba del río.
Bajo la tibieza del sol sintió pesadez; no tardó en dormirse y repitió el sueño que la seguía noche tras noche.
Brenda era la dama de compañía de Sissi, la Emperatriz y marchaba llevándola del brazo hacia el vapor “Miramar”. La joven sabía lo que iba a ocurrir y estaba dispuesta a salvar a la reina. Podría reconocer al asesino; cuando lo viera, empujaría a Sissi para ponerla fuera del alcance y gritaría pidiendo auxilio.
Corpulento y con largos bigotes, Luigi Lucheni llegó al puente. Brenda abrió la boca para gritar, pero no pudo. La reina era más pequeña que ella, como si la edad la hubiera encogido. Le bastaba tirar de su brazo para hacerla girar y ponerla a salvo del ataque, pero no pudo moverla. De pronto, la emperatriz se volvió; su rostro se había arrugado aún más y la miró con ojos tristes.
— Déjame morir. Estuve esperando este momento durante muchos años. La muerte es como un reducto donde calmar mi angustia; la deseo como el detenido anhela la libertad; como un soplo de aire fresco en la mitad del verano. Ahora que finalmente llega, no me apartes de ella.
La mano del asesino, golpeó el pecho; el cuchillo se hundió en el corazón real y en ese momento Brenda despertó entre gemidos y palpitaciones.
Sentado en la orilla unos metros más allá, Eufrasio la miraba en silencio. La muchacha no lo veía desde la noche en que perdiera la virginidad de sus pies a través de aquella misteriosa iniciación. Ahora la giba la contemplaba fijamente y parecía turbado por su presencia. Vestía una chaqueta deportiva, pantalones de montar y estaba descalzo.
Brenda lo miró en detalle ya que era la primera vez que estaba frente a él bajo el sol. Sus ojos estaban a alturas diferentes y los labios no tenían forma. La frente era demasiado amplia y los cabellos caían en matas amarillas, como trozos de paja pegoteados sin orden sobre la cabeza. Las piernas eran demasiado rectas y los pies muy largos con los dedos torcidos a un lado y al otro. Sonrió mostrando una dentadura despareja, con pocas piezas.
Brenda recordó las clases con la señorita Cora; cierta vez la maestra explicó que un monstruo era “un ser fantástico que causa espanto”. Tres días después, al saber que Brenda no había podido dormir por las pesadillas, agregó “Ser fantástico quiere decir que no existe. No existen los monstruos”.
Aquello la tranquilizó a medias. Lo que no suponía era que años después se encontraría cara a cara con uno de esos seres fantásticos y que en vez de correr despavorida, lo miraría con curiosidad y hasta con afecto.
Eufrasio se puso de pie y la saludó con una reverencia afectada Brenda no se contuvo y lanzó una carcajada; la joroba enrojeció
— No me río de usted — aclaró la muchacha — Me hace gracia el protocolo. Le agradezco el saludo, pero le recuerdo que no estamos en una corte europea y podemos olvidar los gestos aparatosos.
Eufrasio movió las cejas en lo que parecía ser un gesto de alivio y se sentó junto a Brenda. La joven levantó los pies y los colocó en las piernas de la giba
— Mis pies se sienten solos. Una vez se ocupó de ellos y de algún modo le pertenecen.
La joroba adelantó sus manos y acarició suavemente los flancos para luego continuar con un suave masaje en sus plantas.
— El viaje no ha terminado — afirmó de pronto — Este campamento no es más que una simple estación. En algún momento deberé guiarla hasta el final.
El masaje en los pies produjo sueño en Brenda, de modo que se reclinó sobre la piedra y cerró los ojos. Las manos de Eufrasio trabajaban con suavidad y firmeza, apretando y soltando sus plantas.
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— … un imán, quizá una rueda que tuviera entre sus manos, a fin de cargarse de fuerza magnética y pasarla a tus pies. Desde ellos subiría al resto de tu cuerpo y por supuesto a tu mente.
— Terencia, fue un simple masaje de pies. Si aceptara tus palabras, viviría con un temor permanente a que el agua que bebo o la planta que me roza puedan ser factores de sugestión
— El miedo del que hablas no sería una obsesión, sino un recaudo. Si una vez fuiste sometida a un campo magnético de tal intensidad, en tu mente han quedado puertas abiertas; las influencias pueden atravesarlas como animales hambrientos, obsesionados con alterar el mundo que ves, confundirte y sumergir tu vida hasta el día de hoy.
Terencia se interrumpirá para comer golosamente otro de los crocantes pasteles de la panadería parisina.
El masaje de pies terminó al caer la tarde.
— Cuando empezaba su viaje, le hablé del Bhagavad Guita — dijo la joroba — En ese entonces estaba en la espalda de Cristino y lo escuchó a él, pero las palabras eran mías. ¿Recuerda al príncipe Arjuna, obligado a luchar y a matar en la batalla a muchos de sus familiares y seres queridos?. El dios Krishna que conducía el carruaje, argumentaba que la victoria y la derrota son iguales; que la misión del guerrero es luchar para destruir esa cantidad de rostros o de máscaras en las filas enemigas, aún cuando sus emociones lo lleven a amarlos. Usted fue fiel seguidora de mis palabras. Yo vi el puñal hundirse en el corazón de su novio. En la lejana ciudad ha caído la nieve y soplaron furiosos vientos; han regresado el sol, la brisa y los cielos azules, pero su prometido sigue de pie, con el corazón atravesado.
La muchacha bajó la cabeza.
— Aún no entiendo por qué lo hice. Al clavar el estilete en el corazón de Pablo me sentí liberada.
— Cuando nos unimos a alguien estamos levantando los barrotes de nuestra prisión. Hay quienes dicen que es una cárcel dulce a la que tallamos día a día, como a una enorme piedra preciosa. Pero cuando rompemos esos barrotes matando a quien amamos, la alegría no es comparable a nada en este mundo. Brenda, ahora está con Erick el Rojo. Lo ha resucitado convirtiéndose en su preferida. ¿Es esto lo que anhelaba para su vida?
Brenda retiró los pies del regazo de Eufrasio, se sentó junto a él y la joroba pasó su brazo por los hombros. Con suavidad, puso uno de sus dedos en la boca de la joven que se abría para responder.
— No debe contestarme ahora. Primero pregúntelo a sí misma.
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Al llegar la noche, Brenda volvió a dormirse con la cabeza apoyada en el regazo de Eufrasio. Luego supo que la joroba la había tomado en sus brazos; que sin despertarla la llevó hasta la casa donde la depositó sobre la cama, besando sus pies una y otra vez.
La Brenda del futuro se detendrá en este pasaje
— Aún hoy pienso en Eufrasio llevándome cuidadosamente bajo la poca luz. Durante mucho tiempo al imaginar la escena, algo bajaba del cielo y me producía embriaguez y deseo de llorar.
— Eso es muy grave, Brenda — dirá Terencia que, aprovechando la confidencia de su amiga tomará el cuarto pastel — la sugestión se ha iniciado en tu percepción del mundo, ha pasado a tu cerebro y se ha asentado en tus emociones. Dice mi confesor que esos recuerdos turbadores, impiden un matrimonio exitoso….
— ¿Tu confesor, Terencia? Suponía que Mesmer había sido excomulgado de la Iglesia.
— No que yo sepa. Además lo que él plantea es una terapia física y mental que nada tiene que ver con mi fe y mi desarrollo espiritual…
En esos primeros años del siglo veinte, ambas amigas seguirán bebiendo el té. En una hora, el esposo de Brenda llegaría de su trabajo.
24
La madre de Brenda, como parte de su educación, había contratado para su hija un profesor de baile. La joven tenía habilidad en el manejo de los pies, aunque las danzas de la Cofradía de Mujeres Descalzas eran mucho más agitadas y complejas que las gavotas o los bailes de salón.
Vestidas con faldas amplias, sin corsé ni ropa interior, las mujeres giraban formando grupos uniéndose o separándose. Luego, cada una de ellas improvisaba en base a los sones orientales que un par de chinos ejecutaban armónicamente.
Con la danza, Brenda sentía subir por sus pies una fuerza quemante. Perdía la conciencia de sus movimientos y al terminar jadeaba, aunque no tenía idea de haberse movido con tanta rapidez. Luego de su baile individual, siempre era alabada por la intensidad y elegancia de los movimientos.
Una noche, Erick la condujo a las afueras del lago, a uno de los últimos bosques que poblaban la desierta laguna. Se besaron apasionadamente y, como lo habían hecho tantas veces, se unieron en la orilla. El agua llegaba hasta ellos en suaves ondas y la luna iluminaba la superficie.
En el momento del orgasmo, Brenda vio puertas invisibles que se cerraban en el aire de la noche. Un monstruo, parecido a un cancerbero, se encargaba de atrancarlas firmemente como para que nadie pudiera entrar por ellas. Entonces, la joven supo que todo estaba por terminar. Cuando se separaron, Erick se sentó en dirección a la laguna y Brenda lo observó: estaba concentrado en sus pensamientos, con los ojos fijos en las montañas y la luna lejana. La muchacha lo abrazó y acarició su rostro. Erick le contó que habían detenido a dos de sus hombres de más confianza.
— Sé que los torturaron y uno de ellos conocía este escondite.
El gobierno estaba derrotando al anarquismo, y ahora arremeterían no sólo contra él sino contra el mundo que había construido en aquel refugio aislado.
Cuando el ladrón dejó de hablar, hubo un largo silencio. Brenda se sintió obligada a decir algo, como si su amante esperara algún consuelo. Recordó las palabras de Eufrasio en la orilla de la laguna.
— Tu deber es luchar sin que importe el resultado. Debes continuar la guerra a cualquier precio; la victoria es igual a la derrota…
(Continuará)

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