A Pilar y "Otros Mundos"
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En el único reportaje, realizado a Erick el Rojo por el Herald Tribune, el periodista cuenta que viajó con los ojos vendados hasta las afueras del refugio. Allí, lo condujeron ante el ladrón dos hermosas jóvenes descalzas que caminaban sin dificultad por el suelo cubierto de piedras puntiagudas. El maleante estaba de pie en la cima de una pequeña colina; antes de iniciar su interrogatorio, el reportero debía esperar que el bandido le hablara. Erick el Rojo, vestido con americana y botas, le daba la espalda y miraba hacia el norte, con los ojos perdidos en el horizonte. Luego de un rato pronunció su primera frase “Mi objetivo no es sólo despojar a los ricos de lo que poseen, sino cambiar el mundo…”
En esa época el bandido y su ejército disponían de una zona de más de mil acres donde se había asentado una enorme comunidad en la que vivían los ladrones y las mujeres secuestradas en los asaltos a quienes luego devolvían por dinero. Muchas se quedaban con el compromiso de no marcharse nunca. En algunas ocasiones, recurriendo a la enorme red de inteligencia que disponía y en la cual se encontraban funcionarios que protegían al bandido, Erick ordenaba que secuestraran y llevaran al refugio a los hijos de las mujeres decididas a quedarse.
Dos escritores permanecieron un tiempo en medio de los muros y los bosques espesos que rodeaban a “La Ciudad de las Descalzas”, como llamara Erick a su comunidad en honor a la Cofradía de las mujeres que habían decidido caminar con las plantas desnudas. Ellos escribieron sendas biografías del ladrón; Paul Eckhart, en un volumen de numerosas páginas que hasta hoy es consultado por especialistas, lo considera un hombre de avanzada, un visionario; alguien que desde la trasgresión, poseía el poder político de los grandes líderes.
En cambio, Roger Schulze, proveniente de Prusia, lo presenta como un tirano ególatra y cruel; en su libro, alega que la pretendida teoría social no fue otra cosa que un pretexto para vivir en la opulencia con lo obtenido de sus robos.
Como ocurre siempre, la realidad no estaba ni en uno ni en otro biógrafo, sino en un punto intermedio: Erick el Rojo no era otra cosa que un hombre y el imperio que fundó reprodujo los vaivenes cíclicos de las grandes civilizaciones: su lenta formación, una época de gloria que parecía ser eterna y finalmente la etapa lenta, casi insensible, pero siempre fatal de la caída.
En las tardes, Brenda solía sentarse a mirar el lago, a ver las formas de las nubes y los brillos de las ondas en el agua a medida que se preparaba el crepúsculo; Demoraba el regreso a la casa donde rostros preocupados, silencios tensos y cuchicheos constantes habían reemplazado las fiestas y los días de gozo. Todos sabían que el ejército podía llegar en cualquier momento y día a día muchos escapaban llevando consigo parte del gran botín que se acumulaba en un galpón ubicado en la parte trasera de la casa. Algunos se alejaban lamentando la traición a su jefe, pero dispuestos a salvarse del inminente naufragio.
Nadie prestaba atención a Brenda, cuando en las tardes hundía los pies desnudos en la arena húmeda mientras al filo del crepúsculo, los ladrones y algunas de las mujeres buscaban lugares oscuros para reunirse a conspirar.
El imperio de Erick el Rojo aún estaba en pie, pero Brenda lo comparaba a una montaña desmoronándose a razón de una piedra por día, llenando las rocas y la tierra de cicatrices tenues, casi invisibles, marcando el camino de la catástrofe final.
El Imperio inglés había conquistado la India trayendo a Europa la moda de los iniciados y los místicos. Erick el Rojo se había refugiado en una cabaña a orillas de la laguna en compañía de un personaje al que llamaba maestro. Trigueño, de ojos alucinados, larga barba, túnica blanca; siempre iba descalzo. Todos comentaban que había llegado de Ceilán y hablaba en un extraño dialecto; pasaba todo el día junto a Erick y no frecuentaba al resto los ladrones ni a las mujeres
Siguiendo los consejos del recién llegado, Erick reemplazó la casaca gastada, la bandolera y el sombrero de alas anchas por una simple túnica blanca. Desechó sus gruesas botas y pisó con las plantas desnudas la tierra del refugio. Los ladrones, asombrados, lo vieron someterse a ayunos, cantar letanías en un idioma incomprensible y recorrer los senderos del bosque repartiendo flores y dialogando con pájaros y plantas. Por las noches, en vez de encontrarse con Brenda o con las mujeres de su harem, iba con su maestro al río, entraban al agua y entre lágrimas y lamentos, confesaba sus pecados, siendo purificado una y otra vez.
Brenda y el ladrón sólo se encontraban una vez por semana o cada diez días. Entonces Erick se lavaba concienzudamente y golpeaba su espalda con un látigo sin dejar de murmurar oraciones. En sus abrazos, un suave aroma a incienso había reemplazado el olor a tierra y a sudor. No se demoraba en aquellos juegos que tanto seducían a Brenda y se limitaba a penetrarla con los ojos cerrados y las facciones apretadas, como concentrado en un movimiento interior.
— Debes meditar — exigía siempre — hazlo conmigo. Nos concentraremos en aquello que fuimos antes de nacer.
Brenda obedecía sin ganas, escuchando como su amante, con voz atiplada, describía un mundo de dioses del cual supuestamente ambos provenían.
—…llegamos allí de pronto; surgimos en medio de la felicidad y por océanos de años, nos dedicamos a gozar. El único alimento es la satisfacción que produce el arte. La tierra y el agua aún no se han separado y lo que después se manifestaría como ser humano, tiene su cuerpo de luz…
Otras veces, Erick hablaba de la imposibilidad de hacer daño a las criaturas
— Brenda, yo he matado a mucha gente, pero ahora me avergüenzo. Aún mis hombres usan armas, pero estoy convenciéndolos de que las dejen de lado. Deberán robar tan sólo con su convicción interna y convenciendo a los guardias que controlan las diligencias. En cuanto a mí, cuando camino por el parque lo hago sin zapatos, lentamente, para no dañar a las pequeñas criaturas que nos rodean…
Una noche, Brenda escuchó en silencio la protesta de su amante. Cuando terminó, en vez de regresar a la casa central con las demás mujeres, pidió a Erick que la mirara a los ojos.
— Tú no eres un pacifista. Debes haber escuchado hablar del Bahavad guita en el que el príncipe Arjuna es convencido por su cochero que no es otro que el dios Krishna, que debe participar en la batalla. Ese día matará a muchos familiares en la guerra que debe dirigir, pero ésa es su misión porque es un guerrero. Lo importante es que no debe guardar para sí los frutos de la acción. Deberías seguir robando y asolando la región cuidando que tus acciones sean impecables…
Brenda se interrumpió. Fatigado por sus prolongados ayunos, Erick el rojo se había reclinado sobre la cama y dormía profundamente.
— Nuestro jefe escapa a los cielos mientras los buitres acechan su reino —solía decir Magdalena con tono sentencioso.
De las doce muchachas que conformaban la Cofradía de Mujeres Descalzas, tres habían desertado con la complicidad del conductor del carruaje que se encargaba de traer mensajes de la ciudad. De las restantes, tan sólo Brenda y Magdalena eran fieles a la regla que establecía la prohibición de usar calzado. Una de las habitaciones estaba repleta de baúles con zapatos de dama, que Hortensia y las otras calzaban diariamente. Sandalias prerromanas; primorosos botines bordados; botas que llegaban hasta la rodilla o ligeros y níveos zapatos de salón. Las jóvenes habían desatado una ruidosa rebelión contra el pie desnudo y encontraban un placer casi sensual en cubrirlo. Se calzaban y desfilaban provocativamente con diferentes tipos de zapatos. Cuando caía la tarde, Brenda y Magdalena se retiraban descalzas y en silencio a ejecutar la danza con que la saludaban el crepúsculo.
Hipólita cambiaba día a día. Durante la mañana dedicaba horas a leer El Capital de Carlos Marx, uno de los libros prohibidos que circulaba en la comunidad de Erick; el resto del día, hablaba animadamente y en secreto con los hombres. Algunas veces, tomaba notas en una libreta.
En las tardes, Brenda caminaba hasta las enredaderas de campánula. Las flores habían vuelto a cantar; desde una síncopa furiosa hasta una melodía lenta y suave. Una vez habían anunciado la muerte de Erick el Rojo; ahora quizá vaticinaran la llegada del ejército y el fin de todos los que se encontraban en el refugio, sin importar que tuvieran sangre real o prerrogativas. La señorita Cora, su institutriz, nieta de militantes libertarios, le había dicho una vez que la policía dispara primero y pregunta luego.
Completando sus paseos de la tarde, luego de constatar el canto de las campánulas, Brenda se escondía en uno de los pequeños bosques junto a la ribera del río y desde allí espiaba a Erick el Rojo y su maestro oriental. Vestidos de blanco, los veía arrodillarse, abrir los brazos hacia oriente y pronunciar incomprensibles mantras que terminaban en un canto armonioso.
Aquella tarde, el maestro, a través de gestos, pretendía que el ladrón repitiera una complicada melodía mientras flotaba en las aguas correntosas. Los intentos fallidos resultaron monótonos y Brenda se durmió sin pensarlo.
Despertó cuando caía la tarde. Más allá, Erick se había alejado con su maestro Estaba por levantarse y volver a la casa, cuando advirtió un grupo junto a la orilla del río. Caminó en silencio hacia ellos; la brisa soplaba desde el agua y las palabras se oían con claridad.
— …ellos pueden llegar en cualquier momento…
Era la voz de Hipólita. . No podía verla, pero imaginaba la mirada casi metálica de la joven en los últimos meses.
— Cuando el ejército llegue, lo primero que harán será incendiar el bosque del sur. Antes de eso debemos huir.
La luna iluminó el rostro de la muchacha; mandíbulas apretadas y una expresión cruel. Habló como declamando.
— … en el campamento hay un sentimiento de tristeza pequeño burgués que sólo produce debilidad. En cuanto a nosotros, el clandestino partido del proletariado, los burgueses nos brindarán alojamiento y comida. Son nuestros aliados transitorios y ya habrá tiempo de enfrentarnos contra ellos.
La luna iluminó a los hombres; Brenda reconoció a uno de ellos: el asistente de confianza de Erick el Rojo.
El grupo dio por terminada la reunión y se separaron. Hipólita caminó hacia la casa y Brenda la siguió. Al entrar en el último bosque, la llamó.
— Hipólita, Escuché tu conversación.
— ¿Qué harás ahora? ¿Se lo contarás a Erick el Rojo? — preguntó desafiante la muchacha.
— Quiero saber por qué lo hiciste. Erick les brindó todo a ti y a Magdalena…
— Hay una revolución que no se puede detener — Hipólita apartó los ojos de Brenda y miró fijamente el horizonte — Mi familia es muy pobre. Mi padre trabajó en una de las primeras fábricas textiles y murió de tuberculosis. Mi madre lo siguió poco después. Erick el Rojo nos había prometido una sociedad igualitaria, pero se convirtió en un déspota y en estos días en un burgués decadente que sólo piensa en la muerte. Aquí los hombres son los únicos que llevan calzado y para legalizar esa desigualdad ha creado la Cofradía de Mujeres Descalzas. Yo soy una pobre criada, Brenda. Nadie desconfía de mí y hablan sin cuidarse de planes para robar y de todos sus proyectos. Hace unos días escapé sin que nadie lo note y me entrevisté con el jefe de los guardias. Ellos representan a la burguesía, Erick el Rojo es el último bastión del feudalismo en la sociedad occidental. Deben terminar con él ejerciendo la violencia que haga emerger la nueva sociedad del vientre de la vieja.
La muchacha dio la espalda a Brenda y se marchó sin despedirse ni agregar nada a su discurso.
Desde la noche en que Brenda citó a Erick el Rojo el texto del Bahavad gita, volvieron a tener algunos encuentros, pero la joven se negó a tener relaciones con él.
— Erick, quiero que me escuches — le dijo una de esas noches — Yo fui quien te trajo de la muerte y eso me da derecho a que atiendas mis recomendaciones.
La nariz del ladrón se había afinado y parecía más larga; la frente era más amplia, quizá por el cabello al que había recogido en una cola detrás de la cabeza. Sus ojos se concentraban en cosas lejanas y de vez en cuando se posaban en Brenda como si fuera un fantasma. Lo único que recordaba al antiguo Erick eran sus labios: gruesos, casi siempre entreabiertos, como a punto de esbozar aquella sonrisa irónica y con rasgos de crueldad. La muchacha fijaba en ellos sus ojos mientras hablaba.
— El imperio que construiste está destruyéndose. Tus hombres más cercanos, que Hipólita a quien diste educación y comida se han vuelto contra ti. Sé que la guardia oficial conoce la ubicación del campamento y son muy pocos quienes van a luchar por defenderlo… Te dije una vez que tu misión era luchar, enfrentarte a lo que fuera. Ahora debieras huir con quienes te somos fieles y empezar de nuevo. A pocos kilómetros se encuentra la frontera con Hungría. Disfrazado adecuadamente y con papeles falsos podrías llegar hasta allí, perderte por un tiempo en el pueblo y luego volver a delinquir…
Bajo la serenidad de la noche y el brillo de la luna, Brenda siguió hablando hasta poco antes del amanecer; con el primer reflejo de la aurora, su amante suspiró y le pidió que lo deje descansar. La muchacha supo que sus palabras habían sido en vano.
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A principios del siglo XX, Brenda y Terencia seguirán bebiendo té y comiendo lentamente masas de hojaldre, según la última moda en las confiterías de París. Terencia escuchará a Brenda con una sonrisa tolerante. La dueña de casa interrumpirá su relato, y en medio del silencio, llegará hasta ellas el rumor de un orador que en la plaza cercana; exhortará a la gente a creer en la religión positiva y en el progreso como un credo de fe.
— Brenda, hace siete horas que me cuentas tu historia — dirá Terencia — reconozco que eres buena oradora y lograste que te escuchara con atención, pero ahora no sé si creerte. Son demasiadas las fantasías que debo aceptar. En especial lo de esa joroba que se ha apartado de su dueño y se la pasa buscando tus pies para besarlos.
— Terencia, querida amiga, no te cuento una novela; vuelco en ti la historia de mi vida y aspiro a que me escuches sin juzgarme, sin condenarme, como si fueras mi hermana,. Como en toda existencia que se precie, pueden surgir cosas inesperadas y falta de lógica, especialmente cuando los hechos y las personas se sumergen en las nieblas del sueño.
Una de las criadas de Brenda, se presentó caminando en silencio, como una sombra. Vestía un delantal azul y blanco y estaba descalza.
— ¿Qué quieres, Escuálida?
— Falta una hora para que llegue el señor. Deseo saber si la señora tiene alguna indicación especial para recibirlo…
— Al llegar mi esposo, infórmele que estamos reunidas. Mi amiga Terencia desea conocerlo.
Aquella madrugada, Brenda despertó sintiendo un cosquilleo en sus pies. Al mirarlos advirtió que una luz verdosa, fosforescente emanaba de la mancha en sus flancos. En ese momento, la luna rompió las nubes y Brenda vio a Eufrasio muy cerca de sus plantas.
— Esta noche apresarán a Erick el Rojo —dijo la joroba en un susurro — los guardias tomarán el refugio. Debes decidir si quieres completar tu viaje y encontrar a Pablo.
— Pablo está muerto
— Entonces enfrentarás su espectro.
Brenda recordó el cadáver de su novio, de pie en la estación lejana. Quizá la esperara para terminar de desaparecer. Asintió con la cabeza
— Continuaré mi viaje
— Será peligroso, te lo advierto. Los guardias están en las inmediaciones y se quieren asegurar que la operación por la cual entrarán aquí, sea lo menos cruenta para ellos. Estos días he realizado trámites entre personas y me han brindado un salvoconducto para los dos. Es uno de los diez que han otorgado; espero que nos sirva.
— ¿Qué será de Erick el Rojo?
— Lo prenderán y lo llevarán a la ciudad. Allí lo encerrarán en una jaula y lo expondrán frente a todos.
Brenda se levantó de la cama en camisón, sin importarle la presencia de Eufrasio.
— Antes de marcharme, debo hablar con Erick
— Es inútil que lo intentes. Hace días procuro advertirle la llegada del ejército, pero no me presta atención.
— Erick no tolerará que lo exhiban en una jaula. Eufrasio, ve preparando el carruaje. Quiero estar sola unos momentos antes de partir.
Eufrasio obedeció y la muchacha fue hasta la cocina, tomó un cuchillo de dos filos, pequeño y agudo y salió de la casa. En la noche serena, el plenilunio brillaba sobre los árboles y la laguna. . La muchacha caminó hasta la ribera y tomó el sendero que llevaba a la cabaña de Erick. Se asomó a la ventana; el maestro que su amante trajera la India estaba acostado en el suelo y dormía boca arriba, con las manos a ambos lados del cuerpo. El ladrón permanecía despierto tratando de recitar un complicado mantra. Levantó la cabeza cuando la muchacha entró en la habitación y se acostó a su lado. Él también se tendió y se abrazaron. El resplandor de las llamas, aún débil, llegaba desde el sur.
— Hacía mucho que no estábamos así — dijo Brenda. Erick mantenía sus grandes ojos azules fijos en la lámpara de aceite que apenas los iluminaba. Respondió con voz ausente.
— Estos días he recorrido los cielos poblados por ángeles y seres incorpóreos; he visitado a los Devas en sus tierras de gozo y si quisiera podría quedarme en el paraíso sin necesidad de retornar, pero extraño el aroma de la tierra, el agua de la laguna y la suavidad de tu piel. Aunque sé Brenda que estas son las verdaderas cadenas, porque la tierra será quemada, la laguna se secará y tu piel se marchitará hasta desaparecer. Si uno mi vida a cosas que se destruirán, la perderé. La meta a la que debo llegar está frente a mí, hermosa y brillante, pero ese brillo y esa hermosura la convierten en una cosa má de este mundo, entonces deja de ser la meta que permanece siempre un paso más allá entre las tenues sombras. No sé lo que es, pero estoy seguro que cuando la alcance se solucionará todo lo demás.
Brenda apretó con fuerza el puñal. Su mentón había quedado a la altura del pecho de Erick y sentía los latidos de su corazón que resonaban con fuerza; el líder aún tenía la sangre caliente y poderosa
— Erick — dijo después de un rato — vine a matarte. No es la primera vez que le quito la vida a un hombre que amo. Alguna vez te devolví la vida y ahora debo reclamártela.
El ladrón no contestó. Pareció no escucharla. Sus labios se movían y cuando la muchacha acercó su cabeza, escuchó un suave canto de notas largas y agudas. Por la ventana aumentó el resplandor de las llamas.
Erick de pronto dejó de cantar e inclinándose hacia ella, la miró con ojos muy abiertos. La luna iluminaba un mechón que caía como al descuido sobre su frente.
— Entonces me matarás… quieres decir que me obligarás a hacer el amor, ya que cada orgasmo es una pequeña muerte, como dirían los franceses.
Hacía calor y llevaba ropa liviana que se quitó con rapidez. Brenda recordó un pasaje de La Venus de las pieles donde Sacher-Masoch afirmaba que la condición más vulnerable de un hombre es cuando se encuentra desnudo antes o después de hacer el amor.
Se acercó a él apretando el estilete en el puño derecho y cuando estuvo al lado de Erick, lo clavó en el pecho velludo. Él se limitó a gemir sin presentar resistencia. Brenda recordó a Pablo; sabía que la hoja había atravesado el corazón. El ruido que hizo al desplomarse se confundió con los crepitares que llegaban desde el bosque.
La muchacha tomó la cabeza de su amante y la apoyó sobre su pecho. En los bordes del puñal brotaba una pequeña quebrada de sangre. Él la miró interrogante.
— ¿Qué me hiciste…? — alcanzó a preguntar en un susurro antes que sus ojos se convirtieran de quebradizas bolas de vidrio.
Llegaba hasta ella el vaivén de las llamas; Brenda se ubicó junto al cadáver y muy lentamente acercó a él los flancos de los pies. En aquellos meses no había dejado de practicar la desaparición de cosas y personas Las manchas de sus flancos reverberaron y el cuerpo parpadeó unos segundos antes de desaparecer. Iba a salir cuando advirtió que el maestro oriental estaba despierto y la miraba fijamente. No estaba segura que hubiera visto lo que ocurría, además estaba segura que no hablaba el español. Sus ojos se movían en toda la cuenca como pegados a su figura que se iba alejando y los sintió sobre ella aún cuando hubo salido de la casa. Por un momento pensó en el destino del hombre.
— La policía primero dispara y luego pregunta — murmuró mientras las llamas iluminaban su camisón con reflejos naranjas.