El viechu abuelo, nun quier morrer. Por Max.

Publicado el 04 enero 2012 por Maxi

Video de subida al pico La Almagrera

“El viechu abuelo, nun quier morrer” Por Max.

Era entonces el municipio de Teverga minero y ganadero, es en la actualidad rural y de poco más, venido a bastante menos, en gran manera por la emigración de sus gentes del medio aldeano a la ciudad. No me cabe ninguna duda que siempre serán hermosas sus tierras, y más que añoradas -en particular- por sus hijos que vivimos desperdigados por el mundo y a los que en el feliz recuerdo de todo lo que al termino municipal concierne, nos seduce, o casi todo nos encanta, hasta las suaves –otras veces agrestes- líneas del horizonte, la variedad de sus árboles autóctonos, el color de sus suelos y caminos que pateamos tantas veces, el perfume de su tierra tiene un algo…un sutil embrujo que no se puede explicar y hasta el aire que se respira en sus caleyas, es distinto, inconfundible. Y no veas como de vez en cuando te apetece escuchar, llegar como un torrente a tus oídos, palabras vestidas con la aldeana y melosa che vaqueira, talmente con la galanura que la suelen pronunciar, sus habitantes más viejos.

Reposa oculto y medio perdido en el repliegue de un amplio valle que se prolonga desde el borde de la meseta Castellano-Leonesa, en la estribación norte de la misma cordillera Cantábrica, sin llegar al río Nalón. Es este un concejo de un único barranco que comienza en las Babias y termina en Peñas Juntas. Las vertientes más elevadas de los montes están tajadas y acuchilladas por todas partes, y en sus repliegues sinuosos crecen espléndidos bosques de castaños y robles. Los poco más de una veintena de pueblos que lo forman, precavidos se esparcen en reducidos núcleos habitados, que guarecidos y temerosos se asientan, haciendo equilibrio en sus laderas, como se cobijan las pegas en un surco para aprovechar los merucos liberados por el arado romano al esponjar y remover la tierra y a su vez abrigarse del frío y fuerte vendaval gallego.

Prados verdes y desnudos, bosques tupidos y bien poblados, tierra en la mañana brumosa, que parece humear de seguido. Gracias al sol el campo despierta sumido en lagañas, sacudiéndose con galbana el algodonoso camisón de vapores blancos. Llegando por el puerto de Marabio, trascantiada Santana, se divisa al frente la mayoría del valle y es digno de contemplarse al amanecer, el vuelo arremolinado de las grachas (cuervos) que surgen de cueva Furada y la Mucherina en plena peña Gradura, anunciados y envueltos por sus estridentes graznidos, se despliegan en el cielo como una nube prieta, se dejan caer de improviso sobre algún campo florido y luego se marchan levantando el vuelo otra vez al unísono, al ser espantadas por un mísero perro aldeano, que aparecía en la finca a la carrera, con las orejas tiesas, creyendo que había llegado la ocasión de darse un festín, a costa de tanto emplumado vestido de luto.

Allá al fondo se divisan los pueblos de Gradura y Prado, como nidos de golondrina abandonados a su suerte en el alero. Una pareja de vacas yuncidas por la cerviz y cargadas de moscas por los güellus, va tirando por un ramo de heno, las bestias llevan un paso cansino como entreteniéndose en disfrutar de la antigua calzada medieval, arrastrando o frenando en las cuestas, el macizo y poco más o menos prismático montón de yerba que se desliza sobre el suelo; va asentado encima de un ramo (especie de carro sin ruedas) y este sobre dos maderas dispuestas paralelas, y conocidas como calzaduras. Ora esbaria (resbala) sobre las piedras relucientes del camino empedrado, ora dibuja sendos y paralelos surcos sobre el reseco y cobrizo polvo.

El paisano que va tres pasos por delante de la yunta, las dirige con un largo y fino palo de avellano, de tanto en tanto toca con la varita mágica en la mitad del yugo, sin azuzar en el pescuezo a las reses, aunque lleve un aguijón en la punta, es dicha caña como la batuta del director de la orquesta. De vez en cuando coloca la vara horizontal sobre sus hombros y canturrea, enroscando estirado un brazo a cada lado de ella, dando la sensación de ser un espantapájaros o un crucificado. La extraña comitiva lleva un buen trecho caminando desde el puerto.

Las provisiones de alimento del ganado, se les están acabando en el pajar del pueblo y todavía resta por llegar el duro invierno, así que el aldeano, se ve obligado a carretear la sabrosa yerba de la que dispone en abundancia en Marabio, aprovechando el diario viaje de vuelta al pueblo. Durante el resto de la jornada, el hombre atiende las reses en el puerto. Es el trabajo rutinario de los ganaderos en plena seronda. Ya no revolotean en el aire los deliciosos aromas de primavera, en compensación visual, los montes de castaños visten su precioso manto de fuego, que te encandila en la lejanía, a la caída de la tarde.

El mustio sol de otoño trazaba en el aire, unas tenues y paralelas líneas de luz y sombra, por encima de los grandes fresnos del cierre de la finca. Por abajo la yerba pelada a conciencia por ovejas y vacas, hace de mullido césped, empapado de lluvia reciente, bien mojado, parecía querer hundirse al ser pisado, dando lugar a un apagado son: plof, plof de chapoteo. Los cargados manzanos, con el último vendaval, habían sembrado una parte importante de sus frutos rojizos y verdes claros, dando un tono distinto al campo verde oscuro. Un par de terneras, se alimentaban atadas a un pesebre y mugían estirando la cabeza en dirección a sus madres, que más alejadas pastaban sueltas.

En la antoxana, cercanas a la casa, las aves de corral daban movimiento a la escena, al tiempo que esparcían un montón de estiércol seco, paseando atareadas sus tonos que iban del blanco, al negro o al color café, escarbando y removiendo el cuchero en busca de gusanos, mientras cacareaban afanadas, siendo vigiladas de cerca, por dos tiesos y cantarines gallos, que por momentos se subían a sus lomos picoteándoles la cresta y manteniéndolas a raya con un intenso cloqueo; de vez en cuando los estirados vigilantes, perdían la compostura y se retaban enseñándose los espolones, dándose una batida en toda regla, a picotazos y usando los espolones con aparente fiera saña si se terciaba, con encrespamiento de sus estirados pescuezos, sin llegar a hacerse sangre, ni demasiado daño, ya que siempre cedía uno de ellos, escapando presto.

La canciecha de entrada se abrió, dando paso a un treintañero, cejijunto, prieto y con cuatro greñas por la frente, con apariencia de más de cincuenta, derrengado, con la geta bastante curtida y arrugada, como suelen tenerla quienes se pasan el día en el monte a la testera del sol; pasos lentos y torpes, seguramente agravados por calzar unas toscas madreñas llenas de paja, pa mantener calientes las zapatillas y los pies dentro de ellas. Lleva del ronzal una mula aparejada con albarda y sobre la que va una alforja de la que sobresalen sendas caramañolas (cantimploras) -se supone que llenas de leche- haciendo de pelliza de cierre un trapo blanco que cuelga del brocal de las mismas. En cuanto se acercó a la vivienda un perro negro con pintas blancas, atado con una cadena debajo de una alta cerezal y al lado de una especie de rústico cajón con techo de zinc, también con una pequeña abertura, y que le sirve de caseta de refugio, se puso a ladrar y dar saltos de alegría. El individuo le aplacó la euforia chillándole:

— ¡Chute, Moro! –el chucho se calló.

De la casa salió una aldeana, de cuerpo menudo, chata, fea y desdentada, vestido gris con pintas marrones, que cuelga flojo sin cinturón, como si de un espantapáxaros se tratara. Ella en cambio si aparenta rondar los sesenta. Pelo gris, gesto agrio y salvaje, como solo suelen tener algunos campesinos mal encarados.

— ¿Cómo sigue el buelu? -preguntó el hombre.

— El medico diz que se acerca el final, que nun saldrá de esta nuechi.

Se entraron en la casa, después de dejar atrás la cocina, se puede decir que esta es una estancia espaciosa, el techo alto y más ennegrecido por el humo que las mismas paredes que apenas daban muestras de haber sido blancas algún día. Un gato gris y negro por rayas alternas, dormía enroscado sobre una silla; un pequeño perro negro aparecía acomodado bajo la mesa y desde allí observaba con ojillos tristes y cansados el movimiento de las personas. En el aparador, las cacerolas y los cacharros de loza chispeaban, reflejando las llamas del hogar. En el aire se mezclaban los olores a leche, a potajes, a humo y manzanas asadas en la hornilla. En definitiva olor a vieja casa de labranza; de corrales y establos, de animales y de humanos, de cosas y de seres. Olor del tiempo pasado que dejó su huella indeleble en la vieja casa.

Pasaron a la sala y de esta a una habitación oscura, alumbrada a duras penas por un mínimo ventanuco, la puerta era una tosca tela de esparto colgada del dintel y que se apartaba a un lado para poder entrar. La pequeña estancia tenía gruesos pontones en el techo sobre los que van las tablas del desván, ennegrecidas y sin pintura y por donde se escuchaba a los ratones corretear desplazando las castañas, que allí encima esperaban quietas, para ser consumidas por los cochinos, siendo en ocasiones pasto de la fame de los mismos roedores, cuando no eran perseguidos por los fieros mininos. Se destacaban las blancas ropas del embozo de la cama, sobre una colcha deshilachada y de un color rojo apagado. Un anciano con la boca abierta como un pavo, respiraba con dificultad, esparciendo un sonido ronco por la estancia, de fuelle de fragua descompuesto y bastante estropeado. Se acercaron al moribundo con ojos resignados.

— ¡Paezme a mí que se acabó! desta nuechi nun pasa –dijo el nieto

—Tseva tol día gorgotiando como una pota ferviendo –corroboró la madre, hija del doliente.

El anciano tenía los ojos cerrados, la piel como de cera y la barba crecida, de su boca se escapaba un aliento por momentos agitado y la camiseta de felpa desabotonada se levantaba siguiendo el pecho en cada penosa aspiración. Estuvieron un rato en silencio, pensativos contemplando el agonizante.

— Nun hay nada que facer, aparte de esperar la muerte –dijo el nieto con gesto contrariado, continuando:

— De todas maneras ye un contratiempo gordu, mañana má, deberías pasar por el Castañedón a recoyer algunas castañas, ya que si non corremos el peligro de cuando vayamos nun alcontrar ni pal amagüestu. Yo teniendo que baxar un viaje de yerba, ya ves a la hora que tsego to los días.

Salieron de la estancia pasando a la cocina, la mujer dio sensación de inquietarse al sopesar las razones de su hijo, aunque continuó a la mortecina claridad de la vela que había encendido para lavar las cucharas, enjugar los vasos, y cortar las sopas de pan para preparar la cena. Al poco el hijo salió afuera y se alejó de allí, caminando en la oscuridad. Era una noche sin luna, sin estrellas, una de esas noches cargadas de niebla en las que el aire parece apelmazado por la humedad. Un ligero olor a manzanas flotaba en el ambiente, porque era la estación en que se recogían las más tempranas variedades, aparte que la Pumarada quedaba mismo al lado. Pasó por delante de la puerta del establo que tenía la parte de arriba abierta, un vaho le dio en la cara, saliendo el cálido olor de los animales que permanecían echados sobre la mullida cama de estiércol y restos de yerba; al pie de la cuadra, se oía el pataleo de las caballerías y las vacas, y también el ruido de sus mandíbulas sacando y masticando el heno de los pesebres.

El nieto meditaba la molestia que significaba el que el viejo no acabase de morrer, convencido que el muy cascarrabias seguro lo haría para fastidiarle en el fin de semana, dio en acrecentar el encono contra el moribundo, pensando que tendría que bajar del puerto a media mañana todo apurado pa repartir las esquelas por los pueblos cercanos, y es que nunca se había llevado bien con el abuelo, y ese bribón se la tenía jurada, siempre tratando de molestar lo más posible ¡hasta en su última hora! Ni podían recoger las castañas, tendría que interrumpir la diaria bajada de yerba de Marabio y lo que más le dolía, no podría fartase a sidra y cubalibres que era lo que solía hacer la mayoría de los fines de semana. Comenzaba a llegar relente, así que volvió sobre sus pasos. El bosque de la Melendral, casi desnudo ya de hojas, al llegar la noche desprendía humedad como una sala de baños. Al caminar por él, se sentía bajo los árboles, que recientemente fueron azotados por los chubascos, un tufo mohoso, un vaho de agua pantanosa, de hierbas humedecidas, de tierra arcillosa mojada. Los pocos días que se llevaban del otoño habían sido lluviosos y tristes; las hojas resecas del verano, en vez de crujir bajo los pies, se estaban pudriendo en las pozas propiciadas por los cascos de las patas de los animales sobre los caminos, todavía empapados por los aguaceros.

Se pusieron a cenar, cuando terminaron la sopa, se repartieron de una fuente alargada, un buen plato de patatas fritas con un huevo humeante encima y un chorizo enroscado haciendo de pajarita grasienta y roja, una vez la mujer hubo fregado los platos, dieron una última gira de reconocimiento a la habitación del agonizante. La mujer pasó la humeante vela insertada en su palmatoria por delante de la cara del padre, que de no ser por la respiración, sin duda lo creerían muerto. Sin decir nada se encaminaron a sus habitaciones, apagaron la luz, cerraron los ojos, y bien pronto dos ronquidos solistas –uno grave otro agudo- vinieron a acompañar el eterno y monótono del moribundo. Mientras tanto las ratas corrían a sus anchas por el desván.

El tiempo de repente se había transformado, amaneció un día de verano espléndido, sin duda se trataba del clásico veranillo de San Miguel, lo que presagiaba la llegada de unos cuantos días cálidos, puede que todavía un poco velados pero que venían a rescatar el agradable recuerdo del pasado verano. La vieja pasó de la habitación a la cocina, abrió la alacena, sacó un panchón cortado a la mitad, negro y compacto con cientos de diminutos ojos. Con un cuchillo de enormes dimensiones cortó con cuidado una enorme rebanada, dejó el cuchillo y el pan y con la mano medio cerrada y de canto, fue arrastrando al borde de la mesa las migajas, recogiéndolas sobre el hueco de la otra mano, echándoselas a continuación a la boca, con la intención de que no se desperdiciase nada. Luego del armario se hizo con un plato que tenía una manteca envuelta en papel de estraza, destapó el manjar color de oro y con el mismo cuchillo fue extendiendo con paciencia una buena capa de la untosa mantequilla, espolvoreando a continuación con una cucharilla, varias cucharadas de azúcar que vinieron a endulzar y fundirse sobre la lisa superficie. Culminada la preparación se puso a comer dando enormes bocados que masticaba lentamente, entretenida en la mecánica alimentación, le dio por pensar que dejando aparte la niñez, no tenía buenos recuerdos del viejo, él había quedado viudo bastante joven y hubo una época –cuando ella era moza- en que aquella ruda bestia le daba por apalearla, le propinaba un buen repaso, lo mismo que de vez en cuando se barea la lana del colchón, era la forma que tenía de desfogar su resentimiento contra el cruel destino, y que ella venía a pagar con sus costillas, sin comerlo ni beberlo.

Convencida de que el fin del viejo estaba cercano, se dijo que sería necesario tener preparada algo de comida para los que asistan al entierro, ya que a los parientes cercanos que habitaban en los más alejados pueblos del concejo habría que darles de comer. Así que decidió preparar unas empanadas, un caciplado de arroz con leche y unos tarros de dulce de leche, contando también con unas cuantas longanizas y un buen jamón curado, colgados en el armario que hacía de despensa, para completar el condumio. La mujer se puso a la faena, sacó del mueble fresquera una saca blanca como de cinco kilos, vertió una porción de harina sobre la mesa de castaño, hizo un hueco en el centro que rellenó con leche y unas pizcas de levadura, mantequilla y sal, luego fue colapsando los bordes, pasando después a amasar con mimo, volviéndola una y otra vez, aplastándola, mojándola, sobándola, terminando por formar una bola amarillenta que dejó en una esquina de la mesa, tapa con un paño blanco, en lento proceso de yeldado, para después preparar la pasta de las empanadas.

Dejando para la caída de la tarde el preparar el dulce de leche y el arroz, que le daría más trabajo por aquello del cocer y revolver al mismo tiempo, salió al camino con la idea de acercarse a la Pumarada a recoger unas manzanas con que adornar la empanada de dulce. Estaba en plena faena manejando desde el suelo el cogedor, cuando un vecino que pasaba llevando del ronzal un burro cargando un esterón -que casi le arrastraba por el suelo- colmado de estiércol, se dirigió a ella diciendo:

— ¿Y el viejo, como se encuentra?

— Sigue igual ¿Qué quies que te diga? A punto de morrer y sin lograrlo. Poco más o menos como un vegetal. No se como puede aguantar tanto, ye duru como un tarucu de espinera.

Regresó de recoger las manzanas con el cesto bien lleno y llevándolo en la mano, lo dejó sobre la masera y con las mismas se encaminó a la estancia del moribundo, cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, notó que en la faz del abuelo, algo parecía haber cambiado… de pronto le dio un balto el corazón… Para comprobar que ya no respiraba, le acercó –como le habían recomendado- la llama de la palmatoria a la boca, observando como esta no sufría el más mínimo movimiento, ahora tenía la certeza que todo había acabado. Poco le faltó pa gritar a la ventana ¡El viechu morrió, ya palmó! Eso sí respiró aliviada.

Por muy buenos sentimientos que tengamos, es normal que pensemos que hay personas que no saben marcharse en silencio y sin prolongar la agonía, y es que son tan torcidos, que hasta en la hora de la muerte tienen que causar trastornos a quien se queda. En el campo un moribundo no deja de ser un estorbo, un inútil contratiempo que cuanto menos dure, mucho mejor, y puede que lleguemos a disculpar el comportamiento de las gallinas, que en cuanto ven que una de ellas se está quedando inválida, por un cruel instinto –ellas por lo regular, tan cobardes siempre- pese a ser sus compañeras, arremeten al unísono contra la que tien la morrina, a picotazo limpio, hasta rematarla. Así de descarnada es la naturaleza en su comportamiento.

No se comprende que se pueda reír y estar alegre con la certeza de la muerte a tu alrededor. La vida del abuelo se había reducido a levantarse, vestirse, comer y acostarse; todo a horas fijas, y el nieto -por mucho encono que le tuviera- iba por el mismo camino, y allí quedaría con su madre, esperando que la parca les fuese llamando por el orden establecido.

Mientras el cielo azul extendía su frío dosel sobre los verdes campos, tálamos de la naturaleza, donde la muerte y la vida se entrelazan a diario. El menguado dolor de una hija y de su nieto, que por fin respiraban aliviados, no empañó con la más leve sombra, la divina armonía de aquel cuadro palpitante de vida, muerte y de paz silenciosa, en un pueblo perdido y olvidado, entre las montañas teverganas.

Video con vistas de los Lagos de Covadonga

Las fotos que siguen pertenecen al concejo de Teverga, lugar donde se desarrolla el cuento.

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