Recuerdo que de pequeña lo veía cada mañana cuando me llevaban a la guardería, siempre con su sombrero y su traje de chaqueta, arreglado pero informal. Como a todos, mis padres me habían enseñado a no aceptar cosas de desconocidos, pero él era diferente. Si me veía triste, se acercaba a mí, me secaba las lágrimas y me daba un caramelo: "¿Sabes? Estos caramelos son mágicos. Hacen que la persona que se lo come sonría y no esté triste", decía. Yo aún sigo sin saber si era la forma en la que me lo decía, o si realmente esos caramelos eran mágicos y te hacían sonreír.
Esta misma mañana me lo crucé de camino al instituto, y, como es habitual, me dio los buenos días con esa voz tan peculiar suya y una gran sonrisa. Algo me dice que se acuerda de mí. Hace unos meses dejé de verlo paseando por el barrio, y fue tan grande la tristeza que me invadió... Pero hace cosa de un mes lo volví a ver durante su paseo matutino, con su sombrero y, en esa ocasión, una chaqueta azul cielo. Me alegré gratamente de verlo. Desde entonces, al menos un día a la semana me lo cruzo cerca del parque de bomberos. Me sorprende que un hombre de su edad pasee solo cada mañana, que no lo haga en compañía de nadie. De pequeña pensaba que ese hombre era algo así como inmortal y mago, ya que mi madre y mi tío lo recordaban tal y como se encontraba tantos años después, y dado a que sus caramelos mágicos eran los únicos que sacaban sonrisas a todas las personas a las que se los daba. ¿Estaría yo en lo cierto?