En noviembre de 1995, el violinista Israelí Itzhak Perlman, uno de los mejores del mundo, tocó en el centro Lincoln de Nueva York. Enfermo de polio desde niño, Perlman se desplazaba muy lentamente, con la ayuda de muletas. Ese día de 1995, la audiencia esperó pacientemente hasta que el virtuoso completó el lento ritual que repetía siempre: cruzó a paso de tortuga el escenario, dejó las muletas en el suelo, se sentó en su silla, adoptando la postura habitual, con un pie ligeramente más adelantado que el otro, se retiró los aparatos de las piernas y se preparó para tocar.
Esta vez, sin embargo, iba a ser diferente. “Justo cuando terminó de tocar las primeros compases”, escribió el crítico musical del Houston Chronicle, “una de las cuerdas de su violín se rompió. Escuchamos claramente cómo se rasgaba. No había dudas sobre lo que ese sonido significaba, y tampoco sobre lo que tenía que hacer”. Esto es: levantarse, rehacer todo el ritual anterior y coger otro violín o colocar una nueva cuerda en el instrumento. Perlman, sin embargo, no lo hizo. Cerró los ojos unos instantes y después dio la señal al director de orquesta para que comenzase de nuevo. “Todo el mundo sabe que es imposible tocar una sinfonía con solamente tres cuerdas. Pero esa noche, Perlman se negó a aceptarlo. Tocó con tal pasión y poder, que en algunos momentos parecía que estaba obteniendo sonidos nunca antes escuchados”.
Cuando terminó el concierto, el público se quedó callado, y después se levantó al unísono. Tras los aplausos, cuenta el Chronicle, el virtuoso se secó el sudor de la frente y, en un tono muy sosegado, dijo: “A veces, la tarea del artista es descubrir cuánta música puede hacer con lo que tiene”.
A pesar de que la historia apareció publicada en el diario Houston Chronicle e incluso inspiró un libro, podría tratarse de una leyenda urbana. ¿Demasiado bonita para ser verdad? Y, sin embargo, tras investigar un poco he dado con otros casos –si bien no tan bellos– de violinistas que siguieron adelante con sus conciertos tocando con sólo tres cuerdas. Y todos sabemos de alpinistas cojos que coronan cimas porque, como Perlman en esta historia, no sabían que se trataba de algo imposible.
En el contexto en el que la escuché, sin embargo, la historia no pretendía ejemplificar hasta dónde se puede llegar con el esfuerzo en medio de la adversidad (este no era el principal objetivo). Se trataba de una charla sobre ecuanimidad, ese palabro que no hay que confundir con indiferencia, frialdad o titubeo. La ecuanimidad se interesa por lo que sucede, sea lo que sea, simplemente porque está ocurriendo, y tiene la capacidad de abrazar los extremos sin perder el equilibrio. Contiene la voluntad de observar los eventos placenteros y dolorosos con la misma intensidad.
La vida sucede, en fin, y a menudo no colabora con nosotros. Entonces, cuando parece que sólo tenemos tres cuerdas, todavía es posible hacer música.