Él tenía merecida fama de mujeriego, aunque ella lo ignoraba con tal empeño que nunca lo llegó a saber… pero ese mismo don de gente -femenina para más detalle- que poseía, le hacía un esposo único, devoto, servicial y cariñoso como el que más.
Ella, abnegada ama de casa y experta cocinera de guisos y recelos, indagaba -que no espiaba, que eso está muy feo- los bolsillos, maletines, carteras, móviles y redes sociales de su presumido amado. ¡De más sabía que nada iba a encontrar! pero los consejos de las siempre bienintencionadas amigas y demás parentela, le hacían registrar cada movimiento físico o virtual, de quien le prometiera fidelidad veinticinco años atrás.
Él, irresistible monologuista del Club de la Media, hablaba y no acababa sobre las hipotéticas juergas que se había corrido -disculpen- no sólo en su soltería, sino también durante su matrimonio, que un hombre ¡qué caramba! siempre era un hombre, y alardear de esposa-cervatillo era lo más de lo más… El auto-medallero siempre estaba reluciente y en primer plano de su actualidad social. Todo era mentira, y no tenía ni pajolera idea de a qué sabía un colín, pero aun así, su varonil intelecto le obligaba a semejante propaganda comunitaria.
Ella, más callada, sonriente, y hogareña que la señora Ingalls de la pradera, sólo sufrió -en absoluto silencio- en una ocasión: cuando su marido se prestó, caballeroso y petulante como siempre, a instalarle una nueva aplicación en su teléfono móvil.
Su joven amante desde hacía más de diez años, estaba a punto de llamarla para quedar, como cada jueves a la hora del Ángelus…