
Estuvieron un rato con ese pozo, pero no hallaron nada. Comenzaron otro y después otro y otro más, pero con todos ocurrió lo mismo. No daban con lo que buscaban. Quedaron en silencio hasta que uno, mientras se dejaba caer sobre un montículo, soltó un resuello de insultos. El otro, apoyado en el cabo húmedo de sudor, no dijo nada. Se limitó a mirar la tierra y a encender un cigarrillo. Hacía calor y no habían traído nada para beber. Sin mirarse, sentían cómo crecía la frescura del monte a medida que la luz se tornaba rojiza. Pasado un tiempo, el último en hablar se paró y se dirigió hacia el sitio del que habían venido. Como si hubiese comprendido el gesto, el otro lo siguió, a la vez que se llevaba la pala al hombro.
Donde acezó la desesperación hubo entonces quietud. Un punto brillante se veía sobre el horizonte de ramas. Invisibles zumbidos atravesaron los pozos por donde comenzó a hacerse la noche, que luego subiría hasta ganar el tala y el cielo. Coyuyos y lechuzas ocultos se oían sin concierto. Un escarabajo salió lentamente de una manga de la camisa que dejaron olvidada. Algo más lejos, debajo del joven algarrobo, los huesos seguían quietos, cubiertos por su carne de tierra.
Imagen: C. Bertonatti. Fundación Vida Silvestre.