5 de agosto de 2016
La
Naturaleza nunca recuerda…
Alberto Caeiro
Vinieron durante la siesta. Como perros husmearon alrededor
del tala. Apartaron con el pie las queyusisas, dejándolas sin hojas, convirtiéndolas
en tallos que señalaban al cielo. En el círculo irregular que formaron, clavaron
dos palas. Hablaron de cierto pasado violento y comenzaron a cavar. Con cada
golpe de tierra, terrones silenciosos conocieron la luz y el hierro y, poco a
poco, algunas raíces fueron quedando al aire; las flores, marchitas, yacieron bajo
el peso del polvo. Cada uno parecía pensar en lo que harían cuando
hallasen lo que buscaban. Se miraban a veces y sonreían, pero sin alegría. Ese
era todo el diálogo.
Estuvieron un rato con ese pozo, pero no hallaron nada. Comenzaron
otro y después otro y otro más, pero con todos ocurrió lo mismo. No daban con
lo que buscaban. Quedaron en silencio hasta que uno, mientras se dejaba caer sobre
un montículo, soltó un resuello de insultos. El otro, apoyado en el cabo húmedo
de sudor, no dijo nada. Se limitó a mirar la tierra y a encender un
cigarrillo. Hacía calor y no habían traído nada para beber. Sin mirarse,
sentían cómo crecía la frescura del monte a medida que la luz se tornaba
rojiza. Pasado un tiempo, el último en hablar se paró y se dirigió hacia el
sitio del que habían venido. Como si
hubiese comprendido el gesto, el otro lo siguió, a la vez que se llevaba la
pala al hombro.
Donde acezó la desesperación hubo entonces quietud. Un punto
brillante se veía sobre el horizonte de ramas. Invisibles zumbidos atravesaron
los pozos por donde comenzó a hacerse la noche, que luego subiría hasta ganar
el tala y el cielo. Coyuyos y lechuzas ocultos se oían sin concierto. Un
escarabajo salió lentamente de una manga de la camisa que dejaron olvidada. Algo
más lejos, debajo del joven algarrobo, los
huesos seguían quietos, cubiertos por su carne de tierra.
Imagen: C. Bertonatti. Fundación Vida Silvestre.