Revista Talentos
Yo no quería que sucediera. De hecho, la quería. Pero ahora la odio. Cuando nos conocimos, Eli me dijo que jamás nos separaríamos, que siempre estaríamos juntas. Me sonrió y confesó que a partir de ese momento sería su mejor amiga; y por supuesto, ella también sería la mía. Jugábamos juntas a todas horas: saltábamos en su cama, bailábamos al son de la música, comíamos de los platos de juguete, repletos de una comida que solo nuestra imaginación veía. A veces íbamos de compras con sus padres, y me lo pasaba genial, aunque más de una vez me entristecía ver a las demás amigas, pues ellas no compartían la feliz relación que yo tenía con Eli. Bueno, en realidad mis sentimientos al ver a las demás eran dos. Experimentaba tristeza, pero también regocijo, porque me había escogido a mí como mejor amiga, sintiéndome valorada. A su vez, esto generó un temor a perderla, por lo que me esforcé, para no decepcionarla, en jugar siempre que a Eli le apeteciera, y a nunca negarme. A decir verdad, esto era lo que se esperaba de mí —como de todas las mejores amigas, supongo—, a pesar de que en muchas ocasiones yo había querido imponer mi voluntad, decidir el juego, o la música. Pero temía que Eli se enfadara.Así pues, ambas éramos felices, hasta que empezó a salir a la calle sin mí… y con otras amigas. ¡Ni siquiera me decía adónde iba! Y nunca me dejaba ir con ella. ¿Por qué? Mi mayor temor se había materializado. La estaba perdiendo. ¡Un día incluso me echó de su casa! Y en ese momento fue cuando algo dentro de mí se despertó. Gracias a ello, mi sumisión, al fin se rompió, y decidí, llena de ira, plantarle cara.Como sabía que no me abriría la puerta, me deslicé por la ventana de su habitación. Estaba tumbada en su cama, escuchando música por unos auriculares. Al principio no me vio, pero cuando incliné mi rostro sobre el de ella, un desgarrador chillido emanó de unos labios pertenecientes a una cara totalmente desfigurada de terror. Mis oídos comenzaron a pitar.Antes de que pudiera decir algo, me dio un manotazo, y caí al suelo. Agarrándome del pelo con furia, mientras balbuceaba algo que no logré identificar, me volvió a echar de su casa y esta vez, la muy cerda ¡me metió en el contenedor de basura como los chicos malos hacen con los empollones en las películas americanas!La ira, alentada por la imperdonable humillación, se transformó en cólera, y el escaso amor que aún sentía por ella, se esfumó. Toda mi alma se impregnó de odio.Salí como pude del contenedor, me introduje de nuevo en la casa por la ventana de la cocina —había cerrado la suya y la muy imbécil no había hecho lo mismo con las demás—; error, un letal error. Abrí un cajón y aferré con mi diminuta mano un pesado cuchillo. Enfilé hacia la habitación de la chica que ya no era Eli, empujé la puerta. Ella estaba de espaldas, hablando por teléfono, diciendo que había pasado algo imposible. Subí a la cama y asesté la primera cuchillada en su espalda, sintiendo cómo su columna vertebral se quebraba. Tras la segunda estocada, se desplomó en el suelo. Un inmenso alivio se posó sobre mí. Por fin había demostrado que yo también tenía voluntad.Solo me arrepentí de haberme manchado mi vestido con la sangre de aquella chica que ya no era Eli, pues estaba cosido a mi piel de felpa, y no podría cambiármelo.