Ella apareció de la nada una tarde. Se paró frente mío y me miró a los ojos. Se metió en mi caminó hacia casa y nunca más quiso irse. Siempre la veía por las tardes cuando salía de estudiar. Su hermosura de niña tranquila apaciguaba mis deseos de besarla.
Una noche, cuando todos dormían, me senté frente al teclado de la computadora, y comencé a describirla. Tecleaba con rapidez y firmeza. Al cabo de cinco minutos, sin descansar mis dedos, comencé a borrar cada palabra. Ni una descripción mía se acercaba a su hermosura.
La miraba cuando nos cruzábamos en el paradero, cuando subía al carro, cuando bajaba y se iba a su destino, su casa. Y siempre era lo mismo: La salida, al bus, al paradero de llegada, al callejón que guiaba a su casa.
Mi mundo era una persecución del amor platónico que sentía por ella. Era mi éxito de todos los días robarle una miradita.
Ahora me paro como perro sin hogar en el paradero donde ella baja. Agito la cola cuando baja del bus, saco la lengua al verla caminar, quiero saltar cuando se acerca. Y me asusta su sombra que siempre la guía.
¿Seré algún día algo para ella? O ella seguirá siendo mi amor inconcluso y yo seré, para ella, su amor incognito.