Desde hace un tiempo, sé que me espía. En las reuniones de los amigos que nos unen y con aire ausente, apartada, como si buscase cierta soledad. Pero me espía, y creo que con intenciones lúbricas: intuyo que quiere follar conmigo.
Yo simplemente, quiero respetarla. No solo a ella, sino también a su pareja y a la mía.
Una tarde tomábamos unas copas en la piscina de un amigo, con muchos otros conocidos, al pie de una torre. Yo decidí subir a lo alto de la torre, hastiado del alcohol. A mitad de mi ascensión, me oculté en un recodo de la escalera para mirar abajo y espiarla. Ella, efectivamente, me seguía. Aproveché para bajar a toda prisa por el otro lado de la construcción. Una vez reintegrado entre nuestros amigos, miré hacia arriba: en el punto más alto del edificio, y recortada entre las sombras, ella era una sombra más, inmóvil, que buscaba la sombra que fui yo allá arriba -una sombra que nunca, en realidad, estuvo ahí arriba.
Me alejé en dirección contraria, hacia el mar. Observé la torre y a nuestros amigos, toda la escena de lejos, jadeante aún por el esfuerzo. Nuestros amigos daban vueltas y vueltas, despacio, muy despacio, ebrios e inconscientes, en torno, sin saberlo, de la torre. Y ella ahí arriba, ebria tan solo de deseo, de deseo hacia mí, de ganas de follar, aullaba a su manera a la luna -sin emitir sonido alguno-; dispuesta a servirse mi cabeza, si mi cabeza hubiese estado allí.
Aullaba para alguien que no era yo ni era nadie de los que se arremolinaban en torno de la torre; pero ella no podía saberlo, presa de su juventud y su deseo urgente. Mientras todos nos alejábamos, nos acercábamos al mismo tiempo hasta ese centro, el centro de nuestro alejamiento; incluso ella, sin saberlo, se alejaba inmóvil en su torre. Una vez hube regresado con todos los demás, cogí la mano de mi compañera, de aquella a quien amo de verdad; y tuve miedo. La supe ahí a ella, a la otra: justo en el centro de ella misma. Un centro poderoso en cuanto más sola y equivocada que todos los demás. Sola y poderosa como un faro, se erigía en un aviso a tener en cuenta cuando volviera el deseo a crecer como una torre en cada uno de nosotros.
En esa noche de fiesta todos éramos, de repente, precarios. Y nos aferrábamos a esa libertad que siempre nos otorgó el hecho de ignorarnos; solos sobre una tierra que no nos pertenece, una tierra junto a un mar que sí empieza a pertenecernos cuando miramos a lo oscuro e intuimos su inmenso movimiento, su conquista de una lejanía.