Revista Talentos

Ella en lo alto de la torre

Publicado el 21 octubre 2011 por Joseoscarlopez
Ella en lo alto de la torre
 

Desde hace un tiempo, sé que me espía. En las reuniones de los amigos que nos unen y con aire ausente, apartada, como si buscase cierta soledad. Pero me espía, y creo que con intenciones lúbricas: intuyo que quiere follar conmigo.

Yo simplemente, quiero respetarla. No solo a ella, sino también a su pareja y a la mía.

Una tarde tomábamos unas copas en la piscina de un amigo, con muchos otros conocidos, al pie de una torre. Yo decidí subir a lo alto de la torre, hastiado del alcohol. A mitad de mi ascensión, me oculté en un recodo de la escalera para mirar abajo y espiarla. Ella, efectivamente, me seguía. Aproveché para bajar a toda prisa por el otro lado de la construcción. Una vez reintegrado entre nuestros amigos, miré hacia arriba: en el punto más alto del edificio, y recortada entre las sombras, ella era una sombra más, inmóvil, que buscaba la sombra que fui yo allá arriba -una sombra que nunca, en realidad, estuvo ahí arriba.

Me alejé en dirección contraria, hacia el mar. Observé la torre y a nuestros amigos, toda la escena de lejos, jadeante aún por el esfuerzo. Nuestros amigos daban vueltas y vueltas, despacio, muy despacio, ebrios e inconscientes, en torno, sin saberlo, de la torre. Y ella ahí arriba, ebria tan solo de deseo, de deseo hacia mí, de ganas de follar, aullaba a su manera a la luna -sin emitir sonido alguno-; dispuesta a servirse mi cabeza, si mi cabeza hubiese estado allí.

Aullaba para alguien que no era yo ni era nadie de los que se arremolinaban en torno de la torre; pero ella no podía saberlo, presa de su juventud y su deseo urgente. Mientras todos nos alejábamos, nos acercábamos al mismo tiempo hasta ese centro, el centro de nuestro alejamiento; incluso ella, sin saberlo, se alejaba inmóvil en su torre. Una vez hube regresado con todos los demás, cogí la mano de mi compañera, de aquella a quien amo de verdad; y tuve miedo. La supe ahí a ella, a la otra: justo en el centro de ella misma. Un centro poderoso en cuanto más sola y equivocada que todos los demás. Sola y poderosa como un faro, se erigía en un aviso a tener en cuenta cuando volviera el deseo a crecer como una torre en cada uno de nosotros.

En esa noche de fiesta todos éramos, de repente, precarios. Y nos aferrábamos a esa libertad que siempre nos otorgó el hecho de ignorarnos; solos sobre una tierra que no nos pertenece, una tierra junto a un mar que sí empieza a pertenecernos cuando miramos a lo oscuro e intuimos su inmenso movimiento, su conquista de una lejanía.

Quizás, en alta mar, haya más torres. Y acaso, invisibles, aún traten de conquistar el cielo por nosotros. Es nuestro, ese mar, porque nunca será nuestro.

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