Me gustan los hombres que se obsesionan con la piel. Que juegan con sus yemas. Es que son ellos quienes despiertan mi feminidad, quienes boicotean esta corta aptitud neurótica para la entrega; quienes zambullen sus plácidas narices en el centro creador de aromas; ellos, los ángeles que acuñan agua en el desierto de esas noches refugio de mi desnudez. Me gustan los hombres que toman las transversales, las marcas; me gustan las cicatrices, la lentitud de sus caricias al ritmo del fuego. Me gustan los hombres que no le temen al cuerpo. Los hombres suaves, lentos, los que tienen pausa. Los hombres que abren mis piernas mostrándome el erótico reflejo de mi cuerpo bajo sus ojos. Que apagan la oscuridad, que encienden la luz más distante; los que miran sin atravesar, ellos, los que en cambio esperan la lluvia ácida y confían en el poder del cíclope en conquista, en el ambiente, en el silencio sagrado; que entienden, estos ángeles, que necesitamos besarnos y crearnos íntimos: doblarnos y entonces sentirnos la más hermosa criatura de la noche para, sí, latiendo entre manos, penetrar en la escena con una corona irreversible.