Revista Diario

Eloísa

Publicado el 07 diciembre 2009 por Emibel
ELOÍSA
Eloísa era una mujer de mediana edad, qué mal suena eso cuando ya se ha pasado de la treintena. Era una mujer bella, de cabello negro, larga melena; sus ojos almendrados habían dejado de chispear debido a los avatares de la vida; boca sensual y sonrisa tímida debido al encierro de su felicidad. Sus manos estaban castigadas por el arduo trabajo de fregar casas de pudientes. Su rápido caminar hacía que sus caderas se movieran sensualmente y provocaba miradas lascivas en el género masculino.
Eloísa se había divorciado, su marido nunca le había hecho feliz. Un marido rudo al que sólo le importaba el tener una cerveza fría y la cena puesta en la mesa a su llegada nocturna. El único gesto hacia su mujer era una palmada en el culo acompañada de una frase grosera.
Llegaba la hora de irse a dormir, Eloísa sabía lo que le esperaba, unas buenas sesiones de mal sexo. Ella retardaba el momento, esperaba nerviosamente a que su marido se durmiera. Allí estaba, un hombre sudoroso, de gorda barriga, camiseta sucia, fuerte ronquido oliendo a alcohol y a puta barata.
Ya había recogido toda la vajilla, acostado al bebé.
Se dirigía al pequeño baño donde tomaba una ducha, donde se observaba en el espejo dándose pena de ella misma. Melena despeinada recogida en una coleta, ojeras profundas, sudor tímido. No se reconocía, agotada del duro trabajo diario de los fregoteos ajenos, de los quehaceres de su casa, del cuidado de su bebé.
Se recostaba sigilosamente en el lecho conyugal, no quería despertar a aquel cerdo que había arruinado su vida. Eran momentos donde Eloísa lloraba, mirando al vacío, donde el ahogo inundaba sus pulmones.
Y allí notaba las sucias manos de su marido tocándole los pechos con fuerza con una mano mientras con la otra íba subiendo sin ningun preámbulo de amor hacia su sexo.
Brutalmente se colocaba sobre el cansado cuerpo de Eloísa, abriéndole fuertemente las piernas y la poseía sin importarle si su mujer gozaba ó no. Eloísa lloraba en silencio mientras aquel salvaje se saciaba llegando a un orgasmo rápido y frío.
Sin mediar palabra se daba media vuelta, los ronquidos se adueñaban de la pequeña y oscura habitación y Eloísa seguía llorando, presa de su desgracia y de su sinvivir.
Pero, pasados unos años, Eloísa tuvo fuerzas para abandonar todo aquello. Quería vivir, quería sentirse mujer, quería reir con su niño que ya había cumplido los ocho años.
Sacó fuerzas de donde no había y lo abandonó, dispuesta a comenzar una nueva vida, una vida donde no volvería a confiar en el género masculino.
Seguía trabajando duramente para sacar adelante a su hijo, seguía dedicándose a las labores de su humilde pero luminosa casita. Atrás quedaron las desdichas, atrás quedó el olor a alcohol, a puta barata; atrás quedaron las noches interrumpidas por esos odiosos ronquidos; esas noches de mal sexo quedaron atrás también.
Dispuesta a irse a su habitación antes de dormir, íba a tomar una ducha como hacía a diario, se observaba en el espejo, peinaba delicadamente su suave cabello, ya las ojeras habían abandonado su rostro. Sus ojos pícaros se miraban ante el espejo con deseo, sus manos pequeñas acariciaban su moldeado cuerpo delicadamente, rozaba sus nalgas, su sexo. Eloísa gozaba, supo lo que era el orgasmo en soledad, supo lo que era sentirse satisfecha , supo lo que era sentirse mujer deseada.
Y dormía plácidamente.
Su dormitorio era invadido por los rayos luminosos del sol de la mañana.
Sonreía.
Su habitación olía a jazmín....

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