Dando tumbos, de decepción en decepción, de caída en caída. Y, al final, siempre tu estas ahí. De una forma o de otra. Aguantando mi mal genio, aguantando que te hable de otros, pero siempre con ganas de verme. Y yo, totalmente ciega, sin verte. Sin darme cuenta de nada, sin apreciar todo aquello. Espero no haberme dado cuenta tarde, que no te hayas cansado de esperar.
Siempre me quejo de la poca atención que recibo, y no estaba siendo consciente de que te estaba haciendo lo mismo a ti.
Recuerdo como me enfadé contigo cuando me dijiste:
Sabes que solo va a ser uno más. Igual que todos…
Mira por donde tenías todo la razón del mundo. Pero tengo la maldita costumbre de no querer escuchar a la gente que de verdad se preocupa por mí, siempre quiero tener yo la razón. ¿Cuándo aprenderé que yo siempre elijo el camino incorrecto?
De lo que no era consciente es de que nadie ofrece eso desde el minuto uno. Que las cosas llevan su tiempo. Y que hay que ir, como tú dices, poco a poco.
Y yo, como buena impaciente que soy, te cambiaba a la mínima por el primer cuentista que dijera las cuatro cosas que me gusta escuchar.
Cuando el único realmente sincero has sido tú. Podrías haber hecho como cualquier otro, regalarme el oído para conseguir de mi lo que quisieras. Pero decidiste ser real, ser tú. Y yo no supe apreciarlo.
Gracias. Sencillamente gracias por ser un cabezota empedernido, porque de no ser así, puede que no hubiera abierto los ojos. Has conseguido que me dé cuenta de que las cosas no ocurren igual de rápido que en las películas. Que lo que pronto empieza, pronto acaba.
Así que he decidido dejar todo en tus manos, a tu ritmo, y dejarme llevar.