Revista Literatura

Emperatriz

Publicado el 17 junio 2013 por Maria Gabriela Leon Hernandez @amarlapoesia

respiramos palabras

Daguerrotipo anciana


La noche estaba oscura y se divisaba una espesa nubosidad en el cielo que sugería a un monstruo hambriento que ansiaba la ingesta de todo ser viviente que se encontrara deambulando por Santa Ana y sus alrededores. Para jamás devolverlo. El frío mantenía guarnecidos en sus hogares a los pueblerinos. El llanto de un niño retumbaba entre el silencio, siendo acompañado en algunos momentos por el aullido de un perro hambriento. La luz amarilla de los faroles callejeros apenas alumbraba entre la densa niebla, dejando ver ratas y cucarachas por los muros y techos de las casas. Un tufo a kerosén arropaba el ambiente sombrío de este pequeño pueblo anclado en la montaña andina. 

Luisa recién se había mudado a ese antiguo caserón del siglo XIX.  Desde que llegó al lugar, le invadió la pesadumbre. Llovía todas las tardes y las noches la llenaban de temores. La gente decía que en esas casonas habitaban fantasmas. Ella no creía en esas cosas de aparecidos y tampoco sentía curiosidad. Aún no conocía a sus vecinos, tenía que presentarse. Todo el vecindario era de casas viejas, como la de ella, que fueron siendo remodeladas en su interior a través del tiempo.
Estaba cansada, la mudanza había sido fastidiosa, todavía tenía que desembalar cajas y no contaba con la ayuda de su marido, porque se encontraba en viaje de negocios por la capital. Los niños por fin dormían. Se sentía resfriada, le dolía el cuerpo y la cabeza.  Decidió que lo mejor era tomar té verde con zumo de limón, esa bebida la relajaba y le calentaba el cuerpo, necesitaba estar sana, tenía tareas pendientes en el hogar, que le exigían energía y buena actitud. Se dispuso a prepararlo, cuando notó que no tenía limones en la cocina, debía de ir al patio a tomarlos de la mata.

El patio era amplio y desde adentro de la casa se prendía la lámpara que alumbraba hacia los árboles, ella la encendió. El limonero estaba al final, colindaba con el muro de la casa vecina. Lo pensó dos veces antes de ir, eran 30 metros de distancia desde la cocina hasta allí. Hacía mucho frío, pero no le gustaba el té sin limón y necesitaba sentir ese gusto en su paladar. Se abrigó y salió a buscar su anhelada fruta. Cuando iba por la mitad del camino se apagó la luz, quedando en penumbras, no distinguía los árboles y arbustos, al avanzar, la luz emanada de los otros solares la guió. Sintió un leve viento frío en la espalda y la presencia de alguien o algo. Un fuerte olor a naftalina invadió el lugar. Caminó rápido hasta el árbol. Temblando tomó varios limones. Sentía que de la casa aledaña la observaban, levantó el rostro y vio a una anciana con su blanca cabellera recogida en un moño. Su tez era pálida y resaltaba en contraste con el traje negro de mangas largas y cuello alto. Tenía la mirada opaca y no se movían sus pestañas; permanecía inerte.  Luisa la saludó y no recibió respuesta. Se asustó y un  escalofrío invadió su cuerpo al notar que la mujer no gesticulaba. Corrió hasta la cocina y al llegar, cerró la puerta y le pasó la llave. Se asomó por la ventana para tratar de verla; ya no estaba. No  preparó el té, sus manos no permanecían quietas, sentía nauseas y mareos. Se fue a dormir, o a tratar de dormir; no pudo, pasó la noche despierta, la imagen de la anciana no se apartaba de su pensamiento.
Al siguiente día en la mañana, después de llevar a sus hijos al colegio, al llegar a la casa, fue hacia la propiedad vecina. Tocó el timbre y esperó ansiosa que le abrieran. Salió una mujer de mediana edad y de aspecto agradable. Luisa le dijo quién era. La mujer la invitó a pasar y tomar una taza de café.  Al entrar, volvió a su cuerpo esa extraña sensación de temor. El clima de la casa no era diferente al de la calle. El piso era de adoquines desgastados y la pintura de las paredes estaba resquebrajada por el tiempo. La naftalina estaba impregnada en el aire. Esperó en el salón, mientras la dueña de casa preparaba la bebida.  Las paredes estaban tapizadas de cuadros viejos  y daguerrotipos.  Los miraba, cuando llegó su vecina con el café.
- ¿Vive su mamá con usted? Le pregunto porque ayer tarde en la noche vi a una anciana en el patio. Le hablé y no me contestó - dijo Luisa.
- Mi mamá vive conmigo. Pero no creo que haya sido ella la mujer que usted me nombra - contestó la vecina.
- ¿Por qué? no entiendo
- Porque mi mamá es paralitica y no se levanta de la cama desde hace cinco años. Dígame, ¿cómo era esa anciana? ¿me la puede describir?
Luisa miró hacia la pared y señaló uno de los daguerrotipos.
 - Ella, es la mujer que aparece en esa fotografía.
- Esa era mi abuela Emperatriz, se ahorcó hace veinte años - exclamó la vecina.
Emperatriz

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