Revista Literatura

En aquel tiempo (2)

Publicado el 12 mayo 2016 por José Ángel Ordiz @jaordiz
EN AQUEL TIEMPO (2)Desde que el aeroplano de reconocimiento disparó varios proyectiles al pasar por Riberes cuando el desenlace de la guerra aún se presentía tan lejano e incierto, desde que una bala rebotada hirió al viejo José Lucinio el Meca en la sien, el anciano comenzó a sufrir tal serie de percances, de mayor o menor gravedad, que muchas convecinas llegaron a pensar que alguien lo había aojado: incluso el gato que tenía, cariñoso y murador, le dejó marcado el rostro con la zarpa -sin razón aparente- una mañana en la que José Lucinio desayunaba, como de costumbre, acompañado por el felino pardo subido en la mesa a la espera de la leche que el amo le dejaba en el fondo del tazón. El médico encargado de atender a los enfermos de los pueblos de la parroquia vivía en Sotrondio. Subía hasta las aldeas montado en un caballo percherón muy noble. Alto y fornido, de mediana edad, Zahera también era el responsable de la enfermería de Duro Felguera, donde firmaba partes de baja a los mineros a regañadientes, como si fuera el dueño de la empresa y no un simple asalariado. -¿Será verdad lo que dicen? -¿Que le pagan por cada alta que da y por cada baja que niega? -Que cobra, sí. -Eso mismo o que es un hijo de puta de la cabeza a los pies. -De buen corazón no es el cazurro, eso está claro. Por el contrario, Marcelo, el practicante, quizá se apiadaba en exceso de los mineros que acudían a él con heridas no siempre fortuitas. -Qué te pasó ahora. -Otra vez la vagoneta, Marcelo. -A ver esa mano. -Con cuidado, Marcelo. -Valor, que no es nada. -¿Nada? ¿No ves la uña? Peor no puede estar. -El dedo te curaría antes si te la arranco. -¿Y los dolores? -Eso es lo malo. Jesús María, Focicos, el marido de Bárbola la de Riberes, el padre de Luisín, tuvo la mala suerte de que entrara en el botiquín Zahera cuando el practicante iba a vendarle el pulgar derecho tras habérselo desinfectado. El médico echó un vistazo al accidentado, observó el dedo túmido y luego miró al ayudante. -Nada de vendas todavía -ordenó. Focicos le suplicó a Marcelo con la mirada, el practicante le contestó encogiéndose de hombros. -¿Le duele? -preguntó Zahera a Jesús María cuando éste empezó a quejarse, cuando el médico le arrancaba la uña con las pinzas. -Mucho, hostia -masculló Focicos. -Pues a mí no me duele nada, ya ve. También llovía la tarde en que el practicante abrió la puerta del botiquín y, sin entrar en la enfermería, reclamó la atención de Zahera. -Cuenta. -El Meca, el viejo de Riberes, que cayó en casa y está medio desgraciado. -¿Otra vez? -Otra.

(Aunque en la novela publicada en su día no soy tan amable con el lector, sí seré un poco más amable hoy, por mi padre lo hago, y escribiré un "Apenas dos meses después" inexistente en el texto original; quien lo desee, puede darle las gracias a mi padre, en el cementerio parroquial de Santa Bárbara reposan las cenizas de su cuerpo, lo demás vive aquí, conmigo)

Apenas dos meses después, buscaron a Lucinio por todo el pueblo, pero el anciano no apareció. Tampoco lo hallaron sentado en medio del riachuelo, temblando de frío e incapaz de levantarse y salir de la corriente, donde había ido a parar en dos ocasiones al perder pie al borde mismo del puente de madera. Fue Gelín Camblor, el hermano de Sara, quien reparó en lo crecido que esta vez bajaba el río después de tantos días diluviando. -Ya, y qué -se giró hacia él su padre, nuevamente resfriado. -Que igual lo arrastraron las aguas. Así había sido: a José Lucinio lo encontraron al fin en la acequia del molino con una peluca de algas en la cabeza. -A ver, Zahera. El médico cerró la carpeta, se reclinó en el asiento, alzó la vista: ¿Cuál es la novedad, Marcelo? -El Meca. -¡No me jodas! -Que palmó. -Ah, bueno. -Aquí, unos parientes, quieren saber... -Si está muerto, que lo entierren.

Aún faltaban muchos años para que yo naciera (menos mal).


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