En aquel tiempo
Publicado el 27 enero 2016 por José Ángel Ordiz
@jaordiz
Al llegar a la orilla del río, el soldado de la cabeza vendada, que abría la marcha del cuarteto y no llevaba fusil, se detuvo de repente y obligó a los otros a pararse también. Antón, unos pasos por detrás de ellos, se detuvo igualmente. Blasfemó de pronto el soldado herido, la vista fija en el teleférico por el que bajaban las vagonetas cargadas de carbón desde la mina Santa Bárbara hasta la tolva para subir después, por el cable paralelo, hasta la explotación hullera, algunas vacías y otras con madera. De alguna parte sacó algo el soldado, algo que observó apenas un instante y sopesó a continuación, algo que finalmente arrojó hacia las instalaciones de Duro Felguera. -¡Para que os acordéis de nosotros, hijos de puta! -gritó. La bomba de mano -eso era, sí- se elevó por encima del río, atravesó la vía férrea del tren minero, impactó en el extremo inferior de la tolva y, sin explosionar, se perdió en el ortigal que rodeaba la caseta destinada en un principio a servir de lampistería, una construcción de ladrillo abandonada sin haber sido utilizada para el fin previsto ni para ningún otro. Nuevamente blasfemó el soldado. -¡Y queremos ganar la guerra, hostia! Los compañeros, sin afeitar desde hacía días, lo miraron y uno de ellos comenzó a reír. Los otros dos en seguida siguieron su ejemplo. Cuando se calmaron, el más alto se encaró con el herido: -Tienes la negra, desengáñate. -Qué negra ni qué Dios. Fusiles que no disparan, bombas que no explotan, todo así. Y queremos ganar la guerra, hostia. Antón miró de nuevo hacia la lampistería, estimó la posibilidad de ir en busca de la bomba defectuosa antes de que otros la encontraran: podía quitarse las alpargatas y atravesar el río por allí mismo, apenas tardaría unos minutos en ir y volver. Pero ya los soldados continuaban la marcha y nadie, salvo él y aquellos cuatro hombres, sabía que la bomba estaba en el ortigal: podía buscarla más tarde o al día siguiente; tiempo tendría de deslumbrar a los amigos con el hallazgo, de asustarlos a todos pues ignorarían que la bomba de mano ya no servía para matar. Estaban cerca de Riberes cuando el muchacho oyó que el soldado más alto, el último de la fila, preguntaba: -¿De quién eres, rubial? El chico se detuvo en seco al comprender que el soldado se lo había preguntado a él aunque continuara caminando y le diera la espalda. El soldado sí se paró ahora, sí se giró hacia él. -Soy Antón, el de Paco y Benjamina. -Ahora me acuerdo, rubiales, ahora me acuerdo. Yo cortejé a tu madre cuando éramos jóvenes, casi unos guajes como tú. Pero Paco me quitó la moza de mayores, cosas de la vida. A quién tirarías tú, que no te pareces a nadie, con ese pelo y esos ojos de mujer. ¿No serás hijo de algún cura? -No, yo no. El hijo de algún cura es Guzmán, el de La Pedrera. Sonrió el soldado alto y moreno, el hombre de barba tan negra como el carbón que sostenía el fusil entre el cuerpo y el brazo flexionado. Después volvió a preguntar: -¿Te acuerdas tú de mí? -Mejor. Qué sabes de Lalo y Marino. -¿Los de Pontones? -Los de Pontones, sí. ¿Están bien? -Qué sabes de María. -¿De la madre? -De la madre, sí. ¿Está bien? -Como alguien se meta con ella o con mis hijos... -Por qué se va a meter. -Ya lo sabrás si no lo sabes todavía. Más les valdrá a todos que los respeten, porque volveré. Dilo por ahí, rubial, di que me viste y que volveré. Y-¡Nando! -voceó uno de los soldados que no se habían detenido en aquel paraje donde abundaban los fresnos. El padre de Lalo y Marino miró hacia atrás, después se encaró otra vez con Antón: -¿Me harías otro favor? -Subir a Pontones y entregarle esta carta a María. Nando sacó un sobre de la guerrera, a la que le faltaban casi todos los botones metálicos, y se lo tendió al muchacho. Antón cogió la carta. -Ya ves que me fío de ti, rubiales. Y más te vale cumplir tu palabra de todos modos: recuerda que volveré. a sabes quién soy, ¿verdad? Aún faltaban muchos años para que yo naciera, hijo de ese rubiales, de ese Antón curioso (poco importa el nombre o el color del pelo) que presenció uno de los desfiles de la derrota de los soldados republicanos que por los montes prolongaron la guerra civil cuando ya la guerra oficial había terminado en Asturias.