Esta es una anécdota en partes: la 8a en la saga de la Señora W. y también la 19a en la saga del Dr. Kovayashi.
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Una hermosa luz teñía de anaranjado todo el local. Entraba verticalmente por una claraboya cenital y por la desdentada arcada que hacía de puerta de entrada y ventanal. Era el momento del día en el que los borrachos dejaban de beber y contemplaban el cielo. Hasta el preciso instante en que el dueño encendía las bombillas eléctricas, cada mesa, cada botella, cada trago a medio beber y cada pobre desdichado en ese bar de mala muerte era tan anaranjado como el atardecer. En la cocina, un chef de dos metros de circunferencia freía salchichas con tocino para acompañar unos huevos, también fritos. Él sabía que la grasa de las sartenes era vieja, pero disfrutaba con las columnas de humo que crecían hacia el techo cual nubes antes del turbión. Además, al mejor cliente de la casa lo tenía sin cuidado. Día tras día, año tras año, su estómago inoxidable recibía la misma cena. Era un gigantón de aspecto rústico. A algunos los intimidaba su tamaño, a otros les daba asco su ropa percudida, y no faltaba el que sostenía que detrás de su tupida barba color a tabaco escondía tres dientes de oro. No solía hablar con nadie, lo cual agrandaba su aura de misterio. Ese día, para asombro de los presentes, ingresó al bar acompañado de una mujer con la que habría de charlar durante un largo rato. Era la Señora W.
Prácticamente nadie sabía que los días que W. llevaba sin probar bocado no eran menos que los que sumaba sin conversar. Esto, además de su marido ausente, había mellado ciertamente su estado general. Por eso no le hizo asco a una de esas salchichas grasientas mientras le contaba al gigantón las desventuras en las que se había metido por buscar una cura para sus pesadillas. El hombre, que para poder comer debía empujar los trozos de salchicha con huevo a través de su barba, se sobresaltó con la sola mención del nombre del Maestro.
_ “¡Cállate, estúpida, o yo mismo haré que los cerdos de la calle te violen hasta la muerte!”, dijo el hombre con tenso disimulo. Y prosiguió: “Aquí, en este rincón apartado del dominio de la magia, nadie quiere volver a escuchar su nombre… Esos borrachos, al igual que yo, también llegaron a Él buscando la cura de algún mal. Todos recorrimos las habitaciones de ese pasillo, siempre al borde de la muerte, creyéndonos inmortales… ¡Cobardes! Pudimos salir, pero preferimos quedarnos en este limbo con nuestra maldita inmortalidad, tan dulce como una fruta en sazón, ¡pero más astringente que el culo del mismísimo Diablo! Es peor que estar muerto, y de ello doy fe… En la realidad yo habría muerto más de un siglo atrás. Hoy daría lo que no tengo por estar enterrado.”
_ “Entonces, debo entender que usted sabe qué hay que hacer para salir de acá… Si así fuera, por lo que más quiera le ruego que me lo diga. Si hay una salida, lléveme. Si hay que matar, senáleme a quién. Si debo negociar con mi cuerpo o con mi alma, indíqueme a qué puerta llamar. Por favor, por favor… por favor…” pidió la Señora W. y se desarmó en un amargo llanto.
_ “¡Por las barbas de Neptuno, la sangre corre nuevamente por las venas de este viejo! Un perro me ha enseñado su cojera y con sus ojos húmedos mendiga mi compasión. Oh, Dios, esa debilidad conmueve tanto a mi espíritu que tiemblo de sólo imaginar que alguna lágrima pudiera escapárseme de los ojos… En mis tiempos te habría hecho cortar el pescuezo como una gallina, pero hoy… hoy he vuelto a sentir el poder de la conmiseración. Sólo por eso te ayudaré, lamentable mujer”, dijo el hombre sin levantar la mirada de su plato vacío, y luego agregó en voz casi imperceptible: “Él, el que todo lo sabe, está siempre atento. Sólo dilo, deséalo con fuerza y se enterará. Es la única forma de interrumpir el tratamiento.”
Al escuchar estas palabras, la Señora W. dejó de llorar y el hombre giró su cabeza hacia la pared en señal de que la conversación había finalizado. Por esta razón no vio cuando El que era el Cardo de Flores entró a toda carrera con su casco multicolor y se llevó a W. a la rastra hacia la calle. “¡Daibushi nos espera, no hay tiempo que perder!”, gritó el contrahecho con excitación. De inmediato, ambos se pusieron en marcha con rumbo fijo a través de la multitud.
Mientras tanto, en el interior del local se encendieron las bombillas. El hombre inmenso de la espesa barba, solo en su mesa, miraba hacia la calle por sobre las cabezas de los borrachos. Una vez seguro de que W. ya no estaba allí se dirigió hacia una letrina al fondo del local, tan al fondo que daba a la otra calle. Aunque parecía apurado, con llamativa prolijidad colgó de un clavo aquellas ropas pestilentes y también la barba, para luego vestirse con su inmaculada túnica verdosa y salir a la vereda.
_”¡Debo despertar a Rómulo!”, dijo Daibushi para sí, y se echó a caminar bajo las primeras estrellas.
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