La inocencia de los primeros años disfrazó completamente la realidad e impidió, con gran compasión, que aquellos detalles se mostraran frente a él claros y contundentes. De vez en cuando pequeños visos del futuro se mostraban aislados, inconexos, sutiles y eso hacía que jamás reparara en ellos con certeza. Alberto era un niño con una sorprendente capacidad para absorber la realidad a su alrededor. Nada escapaba a sus sentidos o a su prodigiosa memoria. Con soltura memorizaba rostros, fechas y eventos que en su mente recreaba vívidos, nítidos y los volvía a vivir con una portentosa lucidez. Una maldición enmascarada de bendición.
De corazón limpio y sentimientos auténticos pronto en la vida descubrió su gran pasión: Las mujeres. Rostros de niñas que quedaban tatuadas en su alma, imágenes indelebles de seres preciosos e incomprensibles que le robaban el aliento con solo verlas. Al encontrarse frente a ellas, Alberto hablaba, llenando el ambiente de imágenes claras que siempre iban acompañadas se sus percepciones y sensaciones. Al hablar vaciaba el alma y la entregaba gustoso a esas frágiles criaturas que lo hipnotizaban. Tardó algún tiempo en descubrir que, a pesar de que finalmente lograba retener su atención, siempre había en ellas un rechazo inicial, una mueca de hartazgo o de indiferencia, una actitud que se asemejaba mucho a un deseo instantáneo de alejarse. Era en esos momentos cuando algún color, aroma, o alguna imagen maravillosa se dibujaba en su discurso y ellas se detenían un momento para escuchar algo más y eso bastaba para que se quedaran a su lado por un largo tiempo.
Alberto disfrutaba de su compañía, de sus caras, de sus expresiones de asombro y de su risa, desde lo más profundo se su ser amaba la risa de las mujeres. Aquellos sonidos mágicos se convertían en su motor, en la inspiración para seguir adelante. Esas interminables conversaciones dejaron de ser lúdicas y pronto se sintió atraído por ellas, descubrió el amor casi como una consecuencia de esa convivencia cotidiana con ellas. Aprendió a entenderlas, a pararse desde su perspectiva, a entenderlas antes de juzgarlas, aprendió a apoyarlas y lo más importante de todo, descubrió el gran secreto de hablar menos y escuchar más. Encontró en esas pausas la llave que le permitía potencializar lo que les decía. Empezaba a entenderlas como otros hombres no podían.
Cuando llegó la juventud, Alberto tenía claro que lo más hermoso de una mujer eran sus ojos, su mirada y la claridad con la que se comunicaban a partir de esos pequeños atisbos, de esos rápidos vistazos y del poder de sus contemplaciones.
Aparentemente las conocía mejor que cualquier otro hombre, y se había enamorado de más de una pero nunca había sido correspondido. Sin contemplaciones decidió que lo que debía hacer era hablar más claramente de sus sentimientos, de sus pretensiones desde el comienzo y fue entonces cuando reparó en aquel pequeño inconveniente del rechazo inicial de ellas, en el desinterés, en esa sensación que le mostraban todas de querer alejarse de inmediato, en sus muecas de hartazgo.
El primer día que decidió poner en marcha su nuevo plan, lo hizo en una fiesta de la preparatoria. Llegó ya iniciada la reunión y al entrar, sus sentidos se agudizaron y como una fotografía, capturó de un solo golpe la escena completa. Nadie se había percatado de su llegada, nadie había reparado en su presencia. Cruzó aquel patio lleno de gente y alcanzó a notar las miradas indiferentes de todos a su alrededor. Finalmente encontró en la mesa del fondo a una mujer de cabello castaño y ojos verdes que atrapó su atención instantáneamente. Se acercó decidido y trató de hacer conversación.
Regina, la mujer de los ojos verdes, tardó varios segundos en descubrir que aquel susurro que se escuchaba a lo lejos estaba dirigido a ella y provenía del muchacho parado al lado se su mesa. No se mostró demasiado sorprendida al verlo y la mueca de hartazgo apareció de inmediato, desvió la mirada como buscando a alguien más entre la multitud y fue entonces cuando un hermoso color casi perdido en alguna oración que había pronunciado Alberto la atrapó.
Pasaron la fiesta entera hablando, una sensación se apoderó del ambiente, era como si Regina y Alberto se conocieran de toda la vida, las vivencias encajaban, las expectativas eran muy similares y Regina no tardó mucho en convencerse que aquel hombre era muy especial. Siguiendo sus propias decisiones, Alberto, fue conduciendo la plática hasta llegar a sus sentimientos y sensaciones hacia ella. Estaba genuinamente interesado, quería que aquello continuara de manera diferente. Regina esbozó una sonrisa le tomó la mano a Alberto y suavemente le dijo:
–Eres el hombre más interesante que he conocido jamás. Es como si fueras mi mejor amigo desde hace años.
Acto seguido, Regina dedicó la siguiente hora a explicar con lujo de detalle todas las desgracias y penas que ella estaba viviendo al estar perdidamente enamorada de otro hombre.
–Alberto, tienes la combinación perfecta, eres un hombre que realmente escucha y entiende a las mujeres, ¿Quién mejor que tú para ayudarme?
El piso desapareció bajo los pies del joven y cayó sin sostén desde lo más alto de su ilusión hasta golpear con el suelo de la realidad. Aturdido, sorprendido y lastimado, perdió totalmente la capacidad para escuchar y entender una sola palabra más. Regina hablaba allá a lo lejos, en la cima de sus sueños y él estaba demasiado abajo como para entender algo más.
Las palabras: “Interesante” y “ayuda” comenzaron a definirlo a partir de ese momento. Aquella experiencia se convirtió en el molde con el que se confeccionaron todos los demás intentos que hizo por atraer a cualquier mujer.
Con el paso de los años casi podía repetir en silencio el momento exacto en el que cualquier mujer lo iba a definir como “Interesante” o iba a solicitar su “ayuda”, para resolver todos los conflictos que tenían con la más amplia variedad de patanes o sinvergüenzas de los que se enamoraban perdidamente. La gran mayoría de ellos con rostros y cuerpos hermosos, que invariablemente pesaban más que su gris presencia.
Al entender su realidad, Alberto comenzó a reconocerse como un viejo libro, de pastas roídas y páginas enmohecidas. Desagradable a la vista, en el mejor de los casos, pero casi siempre imperceptible. Cuando alguien llegaba a darse la oportunidad de abrir sus páginas, con frecuencia descubrían un contenido increíblemente “interesante” y la maravillosa oportunidad de encontrar en él gran “ayuda”, pero jamás la suficiente atracción como para hacerse de él. Prácticamente todos sus lectores le buscaban para poder resolver sus problemas con alguna impactante y arrolladora revista de moda, con páginas a color e increíbles y bellas imágenes en sus portadas. Con poco contenido pero sublimes formas.
Inteligentemente Alberto decidió, al final, permanecer en el librero y seguir soñando con la lectora ideal hasta que se deshojara su última página, una que con certeza alguien encontraría interesante y de gran ayuda para resolver algún problema y después la desecharía para siempre como había ocurrido con todas las demás. Finalmente entendió que los libros interesantes pertenecen a los libreros y nunca los leen las mujeres de ojos hermosos y profundos, ellas siempre prefieren las revistas a todo color, sublimes, con poco contenido pero de formas hermosas.