Las olas golpeaban la embarcación, una tras otra, en una repetición monótona pero que creciente intensidad. El viento arreciaba con furia, pero hacía un largo rato que quedaban velámenes que empujar. Sobre la cubierta un joven de poco más de veinte años trataba infructuosamente de sacar el agua que ingresaba al pequeño velero. Estaba desesperado y con razón. A ese ritmo, se hundiría en pocos minutos más.
De tanto en tanto miraba hacia el horizonte, con la esperanza de divisar un barco que lo rescatara a tiempo, pero su vista chocaba contra el cielo oscuro y amenazador. Augurios de muerte sobrevolaban su cuerpo empapado. Su mente ya no pensaba, solo imploraba, aunque el cansancio confundía sus oraciones. Le dolían los brazos de tantos baldes con agua que llenaba en un envión y arrojaba con fuerzas por estribor. Pero el agua seguía entrando...
- ¿Por qué, Martín?
Ella había preguntado sin esperar una respuesta. Era quizá una formalidad que necesitaba hacer en la hora de la partida. Su hijo era lo suficientemente grande para tomar decisiones. El lazo se había cortado hacía tiempo, con sus silencios. De alguna manera, la hacía sentir culpable de todo. De la separación, de haber tenido que vivir con ella, de no tener a su padre cerca. Simplemente, había intentado ser madre. Y al verlo partir, con los bolsos a cuestas, sentía que había fracasado.
El músculo sintió el cansancio y el balde se le resbaló de las manos. Cayó pesadamente en la cubierta y rodó hasta el borde de la madera. Martín, dolorido, trató de alcanzarlo, pero el viento lo arrojó al agua. A los pocos segundos era un manchón naranja flotando en el agua. Si algo faltaba, estaba comenzando a llover. Las primeras gotas fueron puñales en su rostro.
- ¿Y qué dice tu madre?
Le dio bronca escuchar esa pregunta. Al fin se había decidido por ir a buscarlo, por salir del nicho materno, encarar su futuro desde otra perspectiva y a su papá lo único que le importaba era saber que decía ella. Si nunca le importó lo que ella pensara, por qué debía importarle ahora. Y la respuesta era simple: porque no quería estar con él. A la pregunta le siguieron excusas, explicaciones tontas e inventadas por las que no era una decisión acertada. Cuando la comunicación telefónica terminó, Martín se quedó con la vista clavada en el enorme ventanal del bar, sin mirar nada en particular, resignándose a las formas humanas que iban y venían del otro lado, a los edificios recortados contra el cielo, al sonido de una calle que le parecía lejana, el olor de un café cada vez más frío, más amargo, sin sabor, sin sentido a nada.
El viento, la lluvia, los relámpagos, el vaivén de una estructura endeble, inundada, hundiéndose. Mucho frío. Mucho miedo. Y las lágrimas. Porque al final, siempre llegan.
En el horizonte no hay ningún barco. No lo habrá. Porque tampoco sería justo.
- Claro, tu padre te rechaza y volvés, porque no tenés donde caerte muerto.
Es despecho, lo sabe. Es dolor contenido, lo entiende. Pero él carga con mucho más. Su madre no va a detenerlo, va dejar que entre a la casa. Pero quiere que le duela aunque sea un poquito. Y lo logra, claro que sí. ¿La puede culpar, acaso? No, no puede. Y se va. Para siempre, le grita, antes de golpear con vehemencia la puerta de calle.
La ira lo carcome. Lo envenena. Lo obliga a volver hasta la estación de ómnibus, a comprar un nuevo pasaje hasta la ciudad donde vive su padre. Las ideas vuelan en su cabeza durante las tres horas de viaje. Esta vez no llama, no pierde el tiempo. Va directamente hasta la casa. Y cuando su padre abre, que se queda paralizado al verlo, como si fuese un fantasma y para coronar el momento, titubea un "te dije que no quería que..." ya no le quedan dudas que lo ha declarado culpable. No sabe cómo, ni de dónde sacó las fuerzas, pero lo empuja hacia el interior de vivienda, lo hace trastabillar y caer hacia atrás. La cabeza golpea contra un escritorio y la sangre mancha la alfombra.
Martín se siente agitado, pero no asustado. Actúa de manera impulsiva. No siente compasión. Ve el cuerpo de su padre en el suelo, los ojos abiertos, la mirada en blanco, los brazos abiertos en cruz y solo atina a hacer una cosa: patearlo hasta que le duele el pie.
Busca las llaves del auto pero encuentra algo mejor. La del pequeño velero que su padre guarda en el muelle. Y entonces, se imagina internándose en el mar, recorriendo un largo trecho hasta otro punto del mapa donde no haya recuerdos, no haya un pasado y todo sea futuro.
Su cuerpo estaba extendido sobre la cubierta, con el agua cubriéndolo. Sintió como la gravedad y el mar engullían la embarcación. Se dio cuenta entonces que llevaba puesto un chaleco flotador. Y que más allá, flotaba un salvavidas. Fue quizá lo último que vio, antes de entregarse a la muerte. Sus últimas fuerzas las destinó a quitarse el chaleco. Una vez libre, escapó a la profundidad del olvido.