Cuando llegamos, o no, más bien cuando decidimos que tendríamos que llegar a este sitio, comenzamos, un poco sin saber, la gran inmersión en el mundo objetivo de las estupideces impuestas, que están claramente configuradas para ser autoaceptadas con la ayuda de los ejemplos vivos que nos rodean.
Poco después, aparecieron las mariposas planeadoras para hacerlo todo más increíble. Y algún día de calor y luz estresantes, pero también encontramos un fresco embalse entre el verdor de nuestra juventud decadente, hecho de lágrimas limpias.
Y más tarde llegaron los agobios, los corazones excitados, las mentes sofocadas y los incendios espirituales. No hubo ni hay todavía lugar para la reflexión o el descanso. No hubo más que alguna letra suelta que se disolvió en la boca y dejó estar las cosas por una noche y un domingo.
Me pidieron que fuera al psiquiatra un día que estuve muy alterado. Una vez surtió efecto aquel conglomerado de letras feas que me dieron y todo en mí volvió a la serenidad, consideraron que era mejor que no fuera a ninguna parte, a ningún lugar donde antes no hubiese estado, que durmiera más, algo sobre relativizar y, quizás, que me metiera en mierda, aunque no recuerdo bien las palabras exactas.
Fuimos poco a poco evitando el peso de los disgustos y las escasas presiones derivadas de las aun más débiles relaciones sociales que teníamos en el nuevo lugar, llevando poco a poco el grueso de lo que podría entenderse como nuestra vida al rincón del fondo de la casa, nuestra habitación rumiante que por entonces siempre acababa por vomitarlo todo hacia fuera, quedando a disposición del hambre de incoherencia que nos afectaba en todo momento.
A continuación, la excitación generalizada fue enfermedad y la enfermedad lo infectó todo. Vimos grandes animales marinos en el sur, tomamos todas las curvas seguros de nuestra resistencia física y cerebral, hasta que visualizamos en el horizonte, entre las nieblas y el cegador sol que se ocultaba, al gran volcán muerto que celebraba la grandeza de aquel momento arrojando sus lavas cálidas e invisibles.
Tomamos notas un par de días después, y las leímos en voz alta para evidenciar nuestra simplicidad como grupo, como habitantes que están deseosos de fenecer en el rellano de La Casa Compartida.
Ahora, todo esta infravalorado, en calma, una tranquilidad troglodita. Cuevas adentro, cada cual aporrea su tambor, hechos de piel seca y objetos de personas muertas.