La necesidad del recuerdo ante el quehacer cotidiano, el matutino ser sin ser no cuesta absolutamente nada y retorno otra vez al cualsea necesario para los olvidos. Eso me lleva al recuerdo, al bajar del avión y buscar entre la gente a mi hermano, y mirar después de años, las calles de mi ciudad. Una ciudad llena de antojos, secretos y olvidos. Entré a la casa y vi a mi padre sentado en la mesa, me acerqué a él y lo abracé, él volteo y dijo: tú quién eres. Soy tu hija (respondí). El sonrío y movió la cabeza: Tú no eres mi hija, ella está en Nueva York. Otra vez, la cadena de olvidos secuestrados en el tiempo, perdidos en el limbo sin recuerdos. Y mi padre, perdido entre lo olvidos como hierbas insufribles amurallándolo sin escape.
Me viene el deseo de la noche sin recuerdos para sentir algo de paz y dormir plácida ante lo apócrifo. Entro a mi ático y persisto en desear los olvidos de mi padre ante lo inmutable que el devenir le arrebata día a día sin posibilidad de renuncia. Como aquel viejo que luchaba en contra de la humanidad y a los minutos no recordaba ni quién era. Y pienso arrancar presagios donde
quede sólo algo de mis evocaciones y no duela más el pensamiento entre palabras llenas de mentira. Que sea sólo este preciso momento, el que llene toda la noche y el desamor se lo lleve el olvido para placer de los condenados. Y como diría José Emilio Pacheco “no me preguntes cómo pasa el tiempo” tomaré mis recuerdos para echarlos por la ventana para que lo artificioso se esfume entre la omisión y el desamor. Así pueda preguntar algún día y ¿tú quién fuiste? Sin recordar ni una sóla mentira cualsea, en el nombre del padre.
