Revista Diario

En el nombre del padre

Publicado el 14 marzo 2011 por Mixha
La soledad es una gran barcaza llena de locos donde todos reman al revés, donde te quedas sumergido y das la vuelta contra la pared. Estos son los estigmas que me permite ignorar la existencia de la creación, sin embargo, persisto en ella. Al regresar nuevamente a los puentes, subterráneos, calles y ventanas del metro donde veo cruzar velozmente los paraderos de cada avenida, calle o músico errante. Ante el bamboleo del letargo y el frío que abruma, me hacen recordar lo inocuo que es estar perdido en el olvido y lo efímero del tiempo que se escapa entre nuestros dedos, sin siquiera percibirlo. He sobrevivido a la noche y aquí persisto ante el recuerdo inagotable del cualsea de donde viene el recuerdo. Un término - cualsea - tomado después de una lectura de Agamben muy en serio por cierto. Y estas noches te empujan a ser parte del respiro de ese aire malicioso que te embarga poco a poco al transgredir sus calles contra la corriente. Escucho una voz que me hace querer abrir los ojos como queriendo escapar del sueño, luchando indomable ante mis secuestradores que no me dejan despertar. Al abrir, un anciano desdentado injuria a toda la humanidad, por ser el rehén sin nombre. Muestra un palo viejo y acomete quijotescamente ante el escarnio y la desidia con palabras mágicas: la conciencia de trabajar por nada sin ser nadie. Después, pide apoyo de sitio en sitio, cuando llega a mi lugar, le pregunto sobre su problema, el responde que era tan importante que lo había olvidado y mirando por la ventana pregunta ¿podría este tren llevarme al paraíso? Ya pensaba contestarle alguna cosa, pero hizo un gesto con la mano acotando: al final no importa, si ni sé quién soy. Miré por la ventana y al girar la cabeza el anciano ya no estaba nunca más supe de él.
La necesidad del recuerdo ante el quehacer cotidiano, el matutino ser sin ser no cuesta absolutamente nada y retorno otra vez al cualsea necesario para los olvidos. Eso me lleva al recuerdo, al bajar del avión y buscar entre la gente a mi hermano, y mirar después de años, las calles de mi ciudad. Una ciudad llena de antojos, secretos y olvidos. Entré a la casa y vi a mi padre sentado en la mesa, me acerqué a él y lo abracé, él volteo y dijo: tú quién eres. Soy tu hija (respondí). El sonrío y movió la cabeza: Tú no eres mi hija, ella está en Nueva York. Otra vez, la cadena de olvidos secuestrados en el tiempo, perdidos en el limbo sin recuerdos. Y mi padre, perdido entre lo olvidos como hierbas insufribles amurallándolo sin escape.
Me viene el deseo de la noche sin recuerdos para sentir algo de paz y dormir plácida ante lo apócrifo. Entro a mi ático y persisto en desear los olvidos de mi padre ante lo inmutable que el devenir le arrebata día a día sin posibilidad de renuncia. Como aquel viejo que luchaba en contra de la humanidad y a los minutos no recordaba ni quién era. Y pienso arrancar presagios dondeEn el nombre del padre quede sólo algo de mis evocaciones y no duela más el pensamiento entre palabras llenas de mentira. Que sea sólo este preciso momento, el que llene toda la noche y el desamor se lo lleve el olvido para placer de los condenados. Y como diría José Emilio Pacheco “no me preguntes cómo pasa el tiempo” tomaré mis recuerdos para echarlos por la ventana para que lo artificioso se esfume entre la omisión y el desamor. Así pueda preguntar algún día y ¿tú quién fuiste? Sin recordar ni una sóla mentira cualsea, en el nombre del padre. 

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