Tiquitoc, tiquitoc, tiquitoc, tiquitoc. Tengo la puerta abierta de la clase; una alumna de 2º pasa por el pasillo buscando fresco o haciendo un recado de algún otro profesor. Usa sandalias cubiertas, finas, marrones, con ligero tacón que resuena entre las baldosas del suelo.
Tac, tac, tac, tic, tac, tac, tac, tic. Una compañera se apresura al despacho del final de pasillo.
Plas, plas, plas, plas. La alumna rubia de la clase de arriba ha ido a la sala de profesores a pedir -por favor- un paquete de folios. Hay examen y están descuidados. Lleva zapatillas rojas sin cordones que se deslizan, casi, en los peldaños de la escalera.
Plac. Plac. Plac. Plac. Tranquilo. Con el ritmo suave forzado de las últimas semanas. Mi compañero de asignatura arrastra el mueble del cañón-proyector hasta el salón de actos.
Hace calor. Dejo la puerta bien abierta, mientras mis alumnos disimulan trabajar y yo barrunto cómo mantenerme sin desfallecer a pie de aula. Llevo sandalias marrones abiertas, tapadas por el borde del pantalón; no se ven, no suenan. A veces, algunos días, hoy por ejemplo, hubiera querido no levantarme de la cama, o hacerlo, pero poniéndome después las zapatillas naranjas de estar en casa, tomarme los cereales con leche, dejar que las manecillas del reloj bailaran su cadencia sin fijarme en ellas, tal vez abrir mi libro y olvidarme, en una especie de burbuja, de lo que tengo alrededor.