En Fouquet’s, Que reste-t-il de nos amours…

Cuando le dije que posara a las puertas de aquel suntuoso local, desconocía en su más amplia acepción que lo hacía ante semejante emporio gastronómico. El mismo en el que, apenas un par de años atrás, el recién elegido presidente de aquella República había hecho parar el cortejo, camino de un teatro, para saludar a sus leales dueños y hacerles los honores. Él, que ya se sabía un petit Napoleón camino de la gloria, pero que en su mirada denotaba cierta sensación de insatisfacción que yo bien intuía, pues no siempre los éxitos le llegan a uno rayanos en lo que la felicidad sentimental depara.

Mas vuelvo a la puerta de aquel restaurant, tan coqueto como elegante, tan chic como atrayente, tan soberbio, en una palabra, aunque ni atravesáramos su umbral. Quieta, ahí mismo, exclamé. La foto salió algo movida, si bien me dio igual. Inmortalicé aquel momento con la viva esperanza de que, pasados los años, ya maduros y quizá más posicionados, retornáramos para, gallardamente, decirle a su maitre, s’il vous plaît, que dispusiese una mesa.

Habíamos atravesado una avenida interminable donde se apostaban los puestos prenavideños, y el olor del vino caliente, mezclado con la frialdad ambiental, nos hacía envolvernos en una humedad persistente. Y es posible que ya en nuestro interior comenzara a sonar de forma queda esa tan hermosa como premonitora chanson para el devenir de su vida y la mía; aquella que cantaba el incomparable Charles Trenet y que llevaba por título Que reste-t-il de nos amours.