Luego, solo con una pequeña valija, Juan llegó a Buenos Aires en tren. Sus padrinos lo recogieron e inmediatamente lo asentaron (gracias a pequeños sobornos a los funcionarios de las oficinas del Registro Civil) como su propio hijo. Era necesario que el sistema aceptase al chico como hijo de ciudadanos porteños. Eso le facilitaría su futuro.
No fue a la escuela inmediatamente. Antes debía aclimatarse. Sus padrinos convirtieron ese periodo necesario en varios años de trabajo en su casa y luego como dependiente en un kiosco vecino. El día en que Juan cumplió dieciocho años se paró frente a sus padrinos y les anunció que completaría sus estudios en una escuela nocturna.La escuela era un mundo frio donde los estudiantes se amuchaban buscando calor y anonimato. Lo primero por el frio, claro, lo segundo para resguardarse de la atención de los maestros. Los docentes eran frecuentemente arbitrarios y, con nervios crispados, gritaban maldiciones a sus alumnos y a sus equivocaciones. En cierto sentido, la escuela nocturna parecía la sala de espera de algún tribunal. Juan se disolvía con facilidad en la masa de jóvenes. Había algo en su color de piel que provocaba, no rechazo, sino más bien olvido. La ciudad parecía querer olvidar la existencia de gente oscura. Quizás en una escuela de otro barrio, más suburbano, no hubiese sufrido ese estigma pero sus padrinos eran gente relativamente acomodada y vivían más o menos cerca del centro de la ciudad.Más allá de sus problemas de adaptación, Juan progresaba gracias a su disciplina (sus padrinos habían ejercitado su responsabilidad hasta el exceso) y a su situación anónima. Recibía la información sin juzgarla. Luego la repetía y continuaba con el siguiente tema, atravesando las pruebas del sistema como quien adapta su cuerpo para traspasar un cerco de alambre de púas. Un día, sin embargo, la profesora de Letras les habló de un tema que no sería tomado en los exámenes, es más, no figuraba en el programa. A pesar de ello, siempre merecía una charla informal el recuerdo del pasado. Empezó así a desarrollar su discurso con el mismo tono con que les habría narrado un cuento.La mitad de la clase parecía saber de qué estaba hablando la profesora. Más o menos eran conscientes de la silenciosa Constituyente de la Ciudad de Buenos Aires que fuera convocada en 1938 para votar el ingreso de la ciudad en calidad de colonia a Gran Bretaña. Los ingleses habían ofrecido grandes beneficios cambiarios al puerto de la ciudad ya que necesitaban garantizar su lealtad durante la guerra que se avecinaba. Los porteños, que aun recordaban las guerras civiles que asolaron a Argentina durante el siglo XIX exigieron que el pacto sea secreto. No había quedado siquiera una copia en suelo argentino del tratado firmado. Una de sus cláusulas estipulaba que bastaría con que se nombre públicamente el pacto para que este dejase de tener vigencia. Durante la II guerra mundial, Argentina había cumplido con su tradicional neutralidad. No importaba, porque su capital y principal puerto habían sido ocultos miembros del bloque aliado.Con el recuerdo de algún que otro hito histórico más y con el alivio de que gracias a ese pacto la ciudad gozaba de grandes beneficios mercantiles la clase terminó y allí se clausuró el tema. No se volvería a hablar de él dentro de la escuela. Ni fuera de ella.Juan caminó por las calles frías y entró a un bar donde podría pensar tranquilo. Normalmente sus momentos de soledad estaban destinados a sus padres y al recuerdo de su hogar. Esta vez no. Aun se oían dentro de su cabeza los dichos de la profesora de Letras. Buenos Aires era oficialmente (aunque también clandestinamente) colonia británica con todos los derechos. Esta situación era completamente ignorada en el resto del país.Preocupado por estos pensamientos se dio cuenta de que no tenían nombre, así como tampoco tenían definición. Eran recuerdos colectivos que rondaban los silencios de los hogares de las familias más viejas. El resto de los habitantes de la metrópoli solo tomaban lejano conocimiento alguna vez durante su paso por la escuela por boca de maestros ejercitados para usar la inflexión justa en su voz como para que a sus alumnos les quedase claro que debían olvidar inmediatamente aquello que escuchaban. Además, ningún ciudadano común tomaba nunca más contacto con esta información. Tal como no figuraba en los libros de texto tampoco estaba en los diarios, libros de historia ni en ningún documento público. Sencillamente era un hecho sin entidad. Podía solidificarlo solo al punto de una sensación, sí, pero no más que eso. Quizás se disolviese después de un tiempo por el mismo proceso con que había podido adaptar su cuerpo a la humedad que volvía vítreos los huesos durante el otoño. Eran cosas que se vivían, que continuaban sintiéndose pero sin necesidad de definiciones ni verbalizaciones inútiles. Seguramente acabaría por olvidar que sabía lo que sabía.“Un fantasma recorre Buenos Aires, el fantasma del olvido” pensó Juan, parafraseando cómicamente el título de un volante político que le habían entregado en la calle, por la mañana.Al volante no lo había leído. Gracias al humor, su asombro por el secreto de la ciudad empezaba a perder densidad. Dentro de poco seria un bollo de papel arrojado al pavimento. Tal como ese manifiesto callejero, apocalíptico, paranoide.
Mientras observaba la gente que bebía o charlaba en las mesas cercanas, que lo ignoraban como se hace con un indeseable insignificante: con generosidad, prestó atención a la canción que sonaba majestuosa en el modernísimo equipo de música del bar. El grupo The Police comenzaba los acordes del tango Roxanne. The Police había visitado, hacía no muchos años, Buenos Aires, el público les había dado una recepción regia, emocionada y los guardarían en sus memorias con la debida nostalgia. La banda británica exportaba tangos (esa música era el orgullo de la corona, todo un símbolo de la cultura inglesa) a todos los confines del mundo, siguiendo las rutas coloniales. La nostalgia era el sentimiento que más fuertemente ondeaba en los tangos, nacidos del desaliento de los marinos y funcionarios ingleses que en sus misiones atravesaron mares y soledades sin nombre.“Roxanne” gemía el cantante y Juan, a pesar de no poder entender los detalles de la letra, pudo imaginarse marinos asustados, dramáticamente mecidos por el gran océano, batiéndolos, revolviéndolos, retorciéndolos en su insignificante carcaza flotante llamada barco hasta que no quedase en ellos nada entero en su interior, salvo la nostalgia.Aliviado pensó que era una situación muy diferente de un “cabecita” que solo extrañaba la familia y su tierra escondidas, encerradas, en la miseria de las provincias. Tal como él se encontraba escondido, encerrado, en aquel bar metropolitano. Avanzaba la canción y la voz arrastrada, rasposa como quien quiere dejar marcas de su reclamo, de su deseo. Pensó en un gato afilándose las uñas contra algún tapizado gastado ya.Y la melancolía no tenía fin. ¿Hacia quien estaba dirigida? ¿Hacia el terruño perdido? No, no podía ser hacia la tierra natal que se abandonaba y que luego debía olvidarse con la misma dureza con la que se sobrevivía al mar. Era nostalgia hacia ella. Una mujer a la que no se comprendía (quizás ella no hablase el mismo idioma que su enamorado, o quizás sencillamente no tuviese sus mismos intereses) pero, sin embargo, ella era imperativa. Sin más posibilidades de comprensión el hombre le ofrecería el homenaje de su servidumbre hasta cansarse o hasta morirse en su servicio.Pensó (graficándose las ideas) en la Reina en su palacio, una inmensa mujer rodeada de sirvientes y emitiendo órdenes. El reino funcionaba tal como se organizaban muchos insectos. Inmóvil, silenciosa, enorme, ella era casi omnipotente. El cantante le reprochaba en su idioma sus caprichos, su frialdad. Era, aun un homenaje del amor. Pero el hombre ya no soportaba el peso de los sacrificios de ese amor.Navegantes llevados a los confines del mundo para administrar los deseos y necesidades de su Reina. Obedeciéndola demolían países y sus restos eran llevados al regio termitero. Era razonable el despecho del cantante.Pero no. El cantante lo había perdido todo y no podía sentir excesiva pena por los pueblos ajenos que conocía en su destierro. Estaba desengañado. En el mar, quizás, había escuchado sirenas que le habían arrancado con sus patas y picos, sus más íntimas raíces. Seguramente era así. Para el solo quedaba una mujer. Así estuviese cumpliendo servicio en África, Australia o América.Y cantaba con trágico lamento como si aquella música fuese una sirena, que le arrancase sus entrañas frente a la mirada de su público y el continuaba cantando, aun con ellas aferradas en sus manos. Llorando por ellas. Esa era su marcial expresión de la nostalgia.Quizás el monstruo que lo devoraba fuese también esa tierra ajena en la que se veía obligado a obedecer a la distante, arbitraria y fría mujer. La tierra soportaba. Pero él era un verdugo itinerante, indefenso en manos del mar. Un miserable sin más esperanzas que ser enviado a un desierto para no ver los rostros de los pobladores originarios a los que debería suplantar y ante los cuales debería justificar, constantemente, su propia superioridad y la de su reino.Una música echa de desgarros. Sin embargo, había algo de ingenuidad. De candor. Con su sofisticada orquesta el tango parecía anhelar el futuro. La orquesta vestida de punta en blanco, llena de bronces, de clavijas, de luces de escena y en ella el reclamo melancólico por lo que se ha perdido irremediablemente. Para alejarse del sufrimiento el tango disfrazabase de futuro. Quizás un futuro desconocido en el que hubiesen sido perdonados los crímenes que cometen los hombres para sobrevivir. Un futuro lleno de máquinas que producían música y en su centro la orquesta toda como una fábrica de ritmos y melodías. Iluminado el infinito salon por luces de neón, revoloteando por aquí y allá mozos vestidos de etiqueta sirviendo bebidas que diesen olvido y felicidad (una cosa sin la otra es una quimera).