SOBRE LA MUERTE
Danza Macabra de Clusone, Bergamo (Italia)
Si las enfermedades tienen una misión filosófica, ésta no puede consistir más que en mostrar lo frágil que es el sueño de una vida realizada. La enfermedad convierte la muerte en algo siempre presente; los sufrimientos nos unen a realidades metafísicas que una persona normal y con buena salud no comprenderá nunca. Los jóvenes hablan de la muerte como de un acontecimiento exterior; en cuanto son víctimas de la enfermedad, pierden, sin embargo, todas las ilusiones de la juventud. Es evidente que las únicas experiencias auténticas son las producidas por la enfermedad. Todas las demás llevan fatalmente el sello de lo libresco, puesto que un equilibrio orgánico no permite más que estados sugeridos cuya complejidad procede de una imaginación exaltada. Sólo los verdaderos enfermos son capaces de una seriedad auténtica. Los demás están dispuestos a renunciar, en lo más íntimo de sí mismos, a las revelaciones metafísicas procedentes de la desesperación y de la agonía a cambio de un amor cándido o una voluptuosa inconsciencia. Toda enfermedad implica heroísmo —un heroísmo de la resistencia y no de la conquista, que se manifiesta a través de la voluntad de mantenerse en las posiciones perdidas de la vida. Esas posiciones se hallan irremediablemente perdidas tanto para aquellos a los que la enfermedad afecta de manera fisiológica como para quienes soportan estados depresivos tan frecuentes que acaban determinando el carácter constitutivo de su ser. Esta es la razón por la cual las interpretaciones corrientes no encuentran ninguna justificación profunda del miedo a la muerte manifestado por ciertos depresivos. ¿Cómo es posible que en medio de una vitalidad a veces desbordante aparezca el miedo a la muerte o, al menos, el problema que ella plantea? La respuesta a esta pregunta hay que buscarla en la estructura misma de los estados depresivos: en ellos, cuando el abismo que nos separa del mundo va aumentando, el ser humano se observa a sí mismo y descubre la muerte en su propia subjetividad. Un proceso de interiorización atraviesa, una tras otra, todas las formas sociales que envuelven el núcleo de la subjetividad. Una vez alcanzado y sobrepasado ese núcleo, la interiorización, progresiva y paroxística, revela una región en la que la vida y la muerte se hallan indisolublemente unidas.En el depresivo, el sentimiento de la inmanencia de la muerte se añade a la depresión para crear un clima de inquietud constante del que la paz y el equilibrio son definitivamente desterrados. La irrupción de la muerte en la estructura misma de la vida introduce implícitamente la nada en la elaboración del ser. De la misma manera que la muerte es inconcebible sin la nada, la vida es inconcebible sin un principio de negatividad. La implicación de la nada en la idea de la muerte se lee en el miedo que se le tiene a ésta, el cual no es más que el miedo al Vacío. La inmanencia de la muerte revela el triunfo definitivo de la nada sobre la vida, probando así que la muerte existe únicamente para actualizar progresivamente el camino hacia la nada. El desenlace de esta inmensa tragedia que es la vida —la del ser humano en particular— mostrará qué ilusoria es la fe en la eternidad de la vida; pero también que el sentimiento ingenuo de la eternidad constituye la única posibilidad de sosiego para el hombre histórico. Todo se reduce, de hecho, al miedo a la muerte. Cuando vemos una serie de formas diferentes de miedo, no se trata en realidad más que de diferentes aspectos de una misma reacción ante una realidad fundamental; todos los temores individuales se hallan vinculados, mediante oscuras correspondencias, a ese miedo esencial. Quienes intentan liberarse de él utilizando razonamientos artificiales se equivocan, dado que es rigurosamente imposible anular un temor visceral mediante construcciones abstractas. Todo individuo que se plantea seriamente el problema de la muerte no puede evitar el miedo. Y es el temor el que guía a los adeptos de la creencia en la inmortalidad. El hombre realiza un doloroso esfuerzo para salvar —incluso cuando no existe ninguna certeza— el mundo de los valores en medio de los cuales vive y a los cuales ha contribuido, tentativa de vencer el vacío de la dimensión temporal a fin de realizar lo universal. Ante la muerte, dejando aparte toda fe religiosa, no subsiste nada de lo que el mundo cree haber creado para la eternidad. Las formas y las categorías abstractas aparecen ante ella como insignificantes, mientras que su pretensión de universalidad se vuelve ilusoria frente al proceso de aniquilación irremediable. Nunca una forma o una categoría podrán aprehender la existencia en su estructura esencial, como tampoco podrán comprender el sentido profundo de la vida ni de la muerte. ¿Qué podrían, pues, oponerles a éstas el idealismo o el racionalismo? Nada. Las demás concepciones o doctrinas no nos enseñan tampoco casi nada sobre la muerte. La única actitud pertinente sería el silencio o un grito de desesperación. Quienes pretenden que el miedo a la muerte no tiene ninguna justificación profunda en la medida en que la muerte no puede coexistir con el yo, dado que éste desaparece al mismo tiempo que el individuo, olvidan el extraño fenómeno que es la agonía progresiva. En efecto, ¿qué alivio podría aportar la distinción artificial entre el yo y la muerte a quien siente la muerte con una intensidad real? ¿Qué sentido puede tener una sutilidad lógica o una argumentación para el individuo víctima de la obsesión de lo irremediable? Toda tentativa de considerar los problemas existenciales desde el punto de vista lógico está condenada al fracaso. Los filósofos son demasiado orgullosos para confesar su miedo a la muerte, y demasiado presuntuosos para reconocer que la enfermedad posee una fecundidad espiritual. Hay en sus consideraciones sobre la muerte una serenidad fingida: son ellos, en realidad, quienes más tiemblan ante ella. Pero no olvidemos que la filosofía es el arte de disimular los tormentos y los suplicios propios. El sentimiento de lo irreparable que acompaña siempre a la conciencia y a la sensación de la agonía puede hacer comprender como máximo un consentimiento doloroso teñido de miedo, pero en ningún caso un amor o una simpatía ordinarias por el fenómeno de la muerte. El arte de morir no se aprende, puesto que no posee ninguna regla, ninguna técnica, ninguna norma. El individuo siente en su ser mismo el carácter irremediable de la agonía, en medio de sufrimientos y de tensiones ilimitados. La mayoría de los seres no son conscientes de la lenta agonía que se produce en ellos; sólo conocen la que precede al tránsito definitivo hacia la nada. Piensan que únicamente esa agonía última produce importantes revelaciones sobre la existencia. En lugar de aprehender el significado de una agonía lenta y reveladora, lo esperan todo del final. Pero el final no les revelará gran cosa: se extinguirán tan perplejos como han vivido. Que la agonía se desarrolle en el tiempo prueba que la temporalidad no es sólo la condición de la creación, sino también la de la muerte, la de ese fenómeno dramático que es el morir. Volvemos a encontrar aquí el carácter demoníaco del tiempo, que atañe tanto al nacimiento como a la muerte, a la creación y a la destrucción, sin que pueda percibirse sin embargo en el seno de ese engranaje ninguna convergencia hacia una transcendencia.El diabolismo del tiempo favorece el sentimiento de lo irremediable, que se impone a nosotros oponiéndose a la vez a nuestras tendencias más íntimas. Estar persuadido de no poder escapar a un destino amargo, hallarse sometido a la fatalidad, tener la certeza de que el tiempo se ensañará siempre en actualizar el trágico proceso de la destrucción, son expresiones de lo Implacable. ¿No constituiría la nada en ese caso la salvación? Pero ¿qué salvación puede haber en el vacío? Siendo casi imposible en la existencia, ¿cómo podría realizarse la salvación fuera de ella?Y puesto que no hay salvación ni en la existencia ni en la nada, ¡que revienten entonces este mundo y sus leyes eternas!»