La indignación en redes no sirve para nada porque preferimos teclear a actuar.
"Ahora uno se explota a sí mismo y cree que está realizándose”. Con esta frase titulaba EL PAÍS su crónica de la conferencia en Barcelona del filósofo surcoreano Byung Chul-Han.
No se trata de una frase provocadora pensada para llamar la atención de los asistentes, sino de una de las ideas que se repiten en sus libros.
Ha publicado ya una decena de títulos, centrados en la sociedad actual y en los efectos de la tecnología. El último es La expulsión de lo distinto. Todos ellos son breves, densos pero no difíciles, y con muchas ideas en común.
Uno de los temas que trata a menudo es el de las redes sociales, con las que es muy crítico.
Cuando habla de estos asuntos, “a Han no le interesa tanto el análisis de las causas como el cambio que han producido en nuestras vidas, con lo que es muy fácil que el lector sintonice inmediatamente”, explica a Verne Manuel Cruz, catedrático de Filosofía y director de la colección Pensamiento, de la editorial Herder, que ha publicado los libros de Han en español.
Así, en La sociedad de la transparencia habla de la inclinación a exponernos en las redes, un hábito que Han compara a la pornografía y que es “contagioso y ficticio”. Porque esta transparencia en realidad es engañosa.
En línea con la teoría del filtro burbuja, de Eli Pariser, Han recuerda que las redes solo quieren presentarnos aquellas secciones del mundo que nos gustan.
Es decir, al final esta interconexión digital no facilita el contacto con otros, sino que sirve “para encontrar personas iguales y que piensan igual, haciéndonos pasar de largo ante los desconocidos y quienes son distintos”, escribe en La expulsión de lo distinto.
La consecuencia es que nuestro horizonte de experiencias “se vuelve cada vez más estrecho”.
Nos vigilamos unos a otros
Otro efecto de esta exposición constante es que hemos creado un panóptico digital. Con su panóptico, Jeremy Bentham propuso un diseño de prisión en el que el vigilante siempre podía observar a todos los presos.
En cambio, en su versión digital todos nosotros somos vigilantes y vigilados a la vez: “El Big Brother digital traspasa su trabajo a los reclusos”.
Las redes “generan un efecto de conformidad, como si cada uno vigilara al otro, y ello previamente a cualquier vigilancia y control por servicios secretos”, escribe en Psicopolítica.
No necesitamos a la NSA estadounidense para buscar y exponer tuits ajenos que nos parezcan fuera de lugar y someterlos al que en su opinión es el “auténtico fenómeno de la comunicación digital”, los linchamientos.
La indignación sin discurso
Esta vigilancia acaba generando olas de indignación que “son muy eficientes para movilizar y aglutinar la atención”.Pero que también son “demasiado incontrolables, incalculables, inestables, efímeras y amorfas” como para “configurar el discurso público”, escribe en En el enjambre.
En esta movilización no hay comunicación real ni ninguna identificación con la comunidad. Tampoco se desarrolla “ninguna fuerza poderosa de acción”. Genera mucho ruido, pero ninguna voz, ningún público articulado. Las multitudes indignadas son fugaces y dispersas, “enjambres de puras unidades”.
La indignación queda en nada porque “el nuevo hombre teclea en lugar de actuar”. Somos consumidores y ante la política o los movimientos sociales solo reaccionamos de forma pasiva.
Y, como si se tratara de cualquier servicio o producto, nos limitamos a refunfuñar y a quejarnos, sin ir más allá.
Una sucesión de instantes
En redes compartimos toda clase de información: nuestras opiniones, nuestras fotos, nuestro currículum… “Sin saber quién, ni qué, ni cuándo, ni en qué lugar se sabe de nosotros”, recuerda en Psicopolítica.
Todo lo que publicamos es susceptible de empaquetarse y venderse en forma de datos. Es decir, no solo nos explotan durante el tiempo de trabajo, “sino también a toda la persona, la atención total, incluso la vida misma”. Lo hacemos además de forma voluntaria y gratuita.
El big data puede ser incluso peor que el Gran Hermano, ya que no olvida nada. Cualquier error o indiscreción seguirá apareciendo en Google dentro de décadas. Quizás no pensamos en lo que ocurrirá dentro de décadas porque también ha cambiado la forma en la que experimentamos el tiempo.
No es que se haya acelerado, como se dice en ocasiones, sino que se trata de un tiempo atomizado, en el que “todos los momentos son iguales entre sí” y en el que se “destruye la experiencia de la continuidad”, explica en El aroma del tiempo.