Creo en la intimidad de los relojes.
En el prevención del dolor.
En la ebriedad de los abrazos.
En el tacto de la arena.
En el blanco de una hoja antes del poema.
En el efecto curativo del amor.
En las manos de Bill Evans.
En los ojos de Bette Davis.
En los patios de recreo en las escuelas.
En los domingos cuando llueve al borde de una novela de intriga.
En la cruzada contra todos los tercos del mundo.
En los sonetos de Góngora.
En el bourbon amable de las noches.
En la lluvia ofrecida como un regalo.
En las palabras de los niños.
En el verbo promiscuo del sexo.
En la longevidad de la luz.
En la historia del Minotauro contada por Borges.
En los sueños y en lo que traemos luego cuando despertamos.
En los hoteles a pie de playa.
En las road movies.
En los riffs de los setenta.
En el choco de Punta Umbría.
En el olor de los libros.
En la soledad presentida en las calles.
En los músicos de jazz que te hablan al oído.
En George Bailey.
En los diálogos de Tarantino.
En lo frágil.
En las minutos que preceden al sueño.
En la luz del flexo.
En el poder liberador de las metáforas.
En la independencia moral del hombre frente a la religión.
En el trabajo terco que sirve a los demás.
En los versos de Walt Whitman.
En el cine negro.
En los cuentos breves.
En los viernes por la noche.
En las calles de mi infancia.
En los viajes de fin de curso cuando tienes doce años.
En la certeza de que un mundo mejor siempre es posible, aunque sea mentira.
En la luna en la calle Bourbon.
En el agua en un aljibe.
En los amores imposibles que terminan en tragedia.
En la dulce pereza de las siesta.
En el desaliño que precede al orden.
En la imperfección.
En el león de la Metro.
En las nubes arriba en el cielo.
En la oscuridad de una sala de cine.
En el desprecintado de un buen disco recién comprado.
En la bondad de la gente a pesar de que sea escasa y dure poco.
En el silencio cuando se precisa.
En los diálogos de Woody Allen.
En los paseos marítimos.
En las barras de los bares.
En los escaparates reventones de libros.
En las ninfas de los ríos.
En las brújulas del alma.
En John Ford.
En el instinto.
En la firmeza.
En la duda.
En los prodigios del azar.
En el azar mismo.
En la espuma de la cerveza.
En la noche casi por encima de todo.
En el alto y luminoso idioma inglés de Shakespeare.
En Leonard Cohen adaptando a Lorca.
En Russ Meyer.
En el saxo catedralicio de Coleman Hawkins.
En las tribulaciones de Nabokov al inventar a Lolita.
En Gil de Biedma en las Filipinas.
En mi mujer y en mis hijos.
En el coro operístico de la rapsodia bohemia.
En mi ipod cuando va pletórico de blues.
En los muertos de Allan Poe.
En las bestias míticas de Lovecraft.
En la panza barroca de Lezama Lima.
En las calles del barrio de la Villa en Priego de Córdoba.
En la vuelta a casa por el judería en los ochenta.
En las vueltas del aire.
En la nieve limpia que cubre los coches en mi calle.
En la ciencia por encima de los salmos.
En el bendito gozo de abrazar otro cuerpo.
En las calles de Londres, donde nunca he estado.
En las piscinas del verano.
En la melancolía.
En Peter Pan.
En Billy Wilder.
En las ecuaciones de segundo grado.
En el rumor del invierno en la ventana.
En los sultanes del swing.
En el vals para Debbie.
En Billie Holiday.
En el insomnio de la sangre.
En la belleza de las heridas.
En la obediencia de los días.
En lo mágico cotidiano.
En el novicio temblor de sentirse amado.
En los excesos.
En el asombro.
En la modestia.
En los tigres.
En los laberintos y en los espejos.
En el vértigo.
En los abismos.
En la profanación de los altares.
En el diario minucioso del alma.
En lo inasible.
En la disidencia.
En esa leve comezón que anuncia el júbilo.
En la felicidad sencilla de un solo de trompeta.
En el pudor.
En todas las vidas improbables que no tengo.
En Thunder road.
En el río de Heráclito.
En los himnos sin letra.
En las resacas.
En los poetas.
En la ternura.
En las posadas a mitad de la noche.
En los regalos.
En el vuelo de la carne alegre.
En el frío.
En las rosas.
En las lagartijas en los muros.
En los trampolínes.
En las turbaciones.
En los preliminares.
En el oleaje.
En los jadeos.
En las distancias.
En los domingos vibrando en un kiosko.
En las fugas.
En el despilfarro.
En la pureza.
En la impureza.
En las imprecisiones.
En los jinetes, vastos y nocturnos.
En las palabras que arden en los diccionarios.
En los nombres.
En los goles del Madrid anoche.
En la gloria de saberse póstumo.
En los íntimos avatares de la felicidad.
En la manga del tahúr.
En la blonda de la novia.
En las libaciones de la razón.
En las alucinaciones.
En la épica de los perdedores.
En remotos pájaros improvisados.
En las tramas de Hitchcock.
En los fuegos artificiales.
En el néctar libado a conciencia.
En Summertime.
En el confort de los trenes.
En los patios de Córdoba.
En Kafka.
En las biografías de los héroes.
En el Renacimiento.
En la cubierta del Potémkin.
En la anuencia del cuerpo.
En Grecia.
En los palacios abandonados.
En el orden secreto de las cosas.
En el invisible andamiaje de las horas.
En caballos desbocados en un sueño.
En las sílabas del tiempo.
En la cordura.
En el cansancio.
En la mécanica celeste.
En las fuentes en el campo.
En la obscenidad.
En lo frívolo.
En la sangre.
En el cine de espías.
En las novelas de viajes en el tiempo.
En Yesterday.
En las trincheras contra el fanatismo.
En los superhéroes de la Marvel.
En el escenario de un teatro.
En los asedios galantes.
En la pompa y en la circunstancia.
En el pólen.
En las gacelas en un cuadro.
En El Circo del Sol.
En el discreto oficio de irse uno viviendo.
En Humphrey y en Sam.
En los secretos.
En algunos palimpsestos.
En la caligrafía del deseo.
En el ayer.
En los sábados de lluvia en la Avenida de España, en Ubrique.
En el mañana.
En los misterios.
En Stan Getz filtrando bossa nova.
En Jimi Hendrix ensayando Little wing.
En el cinemascope.
En Sunset Boulevard.
En el sur.
En los vicios.
En Oliver Twist.
En los cromos del Atleti.
En el corazón tan blando.
En el alambique formidable de los sueños.
En la pólvora.
En el fuego.
En el festín de los ojos.
En los malabarismos de Burt Lancaster.
En la zozobra.
En las walkirias.
En Coppola sobre el Mékong.
En John Coltrane en el Village Vanguard.
En las volutas barrocas de Bach.
En un tren de algodón que anoche descarriló en mis sueños.
En la noche en las afueras.
En el libro que ahora estoy leyendo.
En el día de mañana.
En esta noche en casa con los míos.
En mi hija traduciendo alemán.
En la farándula.
En la lucidez.
En el azul.
En la inteligencia.
En las alfombras.
En mi niña sioux.
En un Chesterfield de cuando en cuando.
En las imprudencias.
En las algas.
En las hélices.
En Robert Louis Stevenson.
En las hadas.
En lo inasible.
En las fábricas del vértigo.
En los videoclubs.
En la pedagogía.
En los campos de fresas para siempre.
En todos los mcguffins del mundo.
En las sesiones de fotos de Roberta Pedon.
En los círculos de bellas artes.
En los cubitos de hielo tintineando en el fondo del vaso.
En los fondos de todos los vasos.
En San Juan de la Cruz.
En los candores del padre Brown.
En las iglesias vacías.
En las catedrales vacías.
En los campanarios.
En los paseos por la periferia.
En el café de las terrazas.
En los trenes que van al norte.
En la absoluta vigencia de la palabra.
En el wifi de los bares.
En mis Bowers and Wilkins.
En los abrigos del invierno.
En la carne asada.
En la espuma de los días.
En el fragor de las noches.
En los endecasílabos.
En la novela que nunca arranco a escribir.
En el spleen de París.
En el blanco y negro de la Healing.
En los blues del delta.
En mi hijo tocando Forbidden colors.
En los padres que me tutelaron.
En el hogar de una biblioteca.
En mi colección de discos.
En las baldas en donde reposan los libros.
En las fotos en blanco y negro de las ciudades que ya no exixten.
En la honestidad.
En las cábalas.
En todo lo que el azar te procura.
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