Llamó al timbre y dijo: "Clara, estoy bajo tu ventana" y corrí como loca a vestirme. Bajé deprisa a la calle y allí estaba, con su vespa roja y su amplia sonrisa.
Recorrimos Madrid y se nos quedó pequeña. Aparcó cerca de El Retiro y paseamos sin decir palabra, hasta que se paró frente a un álamo enorme. Y allí quedaron nuestros nombres, grabados en su corteza. Un año más tarde regresamos y acabó de escribir nuestra historia. No dibujó un corazón, él era distinto... Lo que escribió fue una frase que me guardo. Cuando se fue de mi vida decidí no volver a visitar aquel lugar. Hoy me he enterado de la muerte de Pablo y he regresado a nuestro álamo. Seguimos allí, junto a su frase. Alrededor, decenas de nombres escritos más tarde y corazones atravesados por flechas, nos acompañan. Sin embargo, no creo que nadie se haya querido más ni jamás leí ninguna frase más hermosa que aquella.